Hay quienes desde el indisoluble ser-estar como parte de un pueblo originario, miramos el devenir de la moderna sociedad mexicana como una sucesión de desastres que otros llaman progreso y desarrollo. Lo que hemos experimentado como historia nacional no es otra cosa que la insostenibilidad de un sistema encadenado a una catástrofe global, que en pleno 2023 toca a nuestras puertas mostrando un extenso mapa de violencia, devastación, contaminación, extinción y precariedad en su sentido más amplio. Con el paso del tiempo la narrativa civilizadora basada en conceptos como: “ilustración”, “crecimiento económico”, “liberalismo”, “producción”, “democracia”, “sustentabilidad”, “cuidado del ambiente”, “alternancia”, “educación pública”, “políticas de bienestar”, se ha mostrado como un conjunto de argucias terminológicas e ideológicas para concretar inequidades, cosificación, despojo y exterminio de lo diferente, lo diverso, de la vida misma.
Hemos llegado hasta hoy día en que la explotación y deterioro de la vida en nuestro planeta son los signos bajo los cuales generaciones y pueblos redescubrimos desde la memoria y mirada ancestral la inviabilidad de este proyecto civilizatorio hegemónico que se había instalado con un relato indestructible, totalizador, único, lineal, irreversible. Ahora, con la ruptura de la temporalidad impuesta por los poderosos, trascendemos de la resistencia a la re-existencia, no como una retropía sino como la continuidad de las luchas de nuestras abuelas y abuelos por dignificar nuestras vidas.
Las configuraciones de los sistemas de poder históricamente constituidos en nuestro país desde la colonia, pasando por la “independencia”, “reforma” y “revolución de 1910” hasta la “cuarta transformación”, han basado su dominio en el ejercicio y administración de múltiples violencias que han tenido como piedra angular el extractivismo, desarrollismo y asistencialismo, a veces evidentes y otras soterradas.
En este escenario se conforman las identidades de actores y contrapesos, también el sentido de la acción de cada uno de ellos. En este campo de fuerzas sociales en confronta constante, surge desde la disidencia, desinencia y resistencia el concepto de comunalidad como un ser-estar en el suelo que se pisa, intenciona y acciona (madre tierra-territorio), marcando distancia de la nociones exógenas como pluriculturalidad e interculturalidad al situarse con cuerpo propio desde lo vivencial en comunidad y nombrar el mundo en que se interactúa con una lengua materna distinta al castellano, por ello comunalidad resulta en sí misma una transgresión e insurrección lingüística, un neologismo a contrapelo surgida de un proceso de educación comunal sin pretensiones academicistas. Cuando Floriberto Díaz Gómez acuñó el término no lo hizo desde lo abstracto ni como cosecha individual, sino como una traducción del estar y hacer comunidad, una acción cotidiana que en lengua ayuujk denominamos pujxäjtën-käjpäjtën. Desde esa condición de comunero para sí en una reflexión profunda de su ser-estar en tiempos, espacios y movimientos concretos, fortaleció los procesos asamblearios comunitarios acompañados de una férrea defensa del territorio local y regional, a la vez que ejercía por encomienda de la asamblea general de comuneros de Santa María Tlahuitoltepec el cargo de Comisariado de Bienes Comunales. Así tenemos que el concepto comunalidad, desde su origen, marcó distancia de ese mundo académico que en ciertos círculos le ha convertido en un bien simbólico traducible a bienes económicos, jerarquizando el quehacer intelectual dentro de un sistema de prestigio individualizado que no reconoce la autoría colectiva ni los procesos de construcción vivencial, usurpando ideas, reflexiones y experiencias de otros en beneficio propio.
Lo vivencial ha diversificado las luchas y ampliado el concepto de territorio más allá de un espacio estrictamente físico para abarcar geografías culturales, del saber y espirituales, develando epistemologías distintas a las instituidas por el pensamiento occidental. Desde este ser-estar en comunidad, han surgido iniciativas colectivas que plantan cara a las hegemonías y abren procesos de reterritorialización integral para nuestros pueblos, imposibles de comprender para una academia que desdeña la acción, los derechos colectivos, y subsiste reproduciendo un neocolonialismo intelectual.
Uno de estos esfuerzos lo constituye el quehacer educativo en nuestras comunidades, donde históricamente se han desarrollado formas y mecanismos de reproducción comunitaria que no pasan por los modelos escolarizados, pero que han permitido con eficacia la reinvención constante de nuestro ser-estar en comunidad. Ese proceso diversificado, dinámico, es lo que llamamos el corazón de la educación comunal.
La educación comunal no es una nostalgia restauradora, es un presente donde el cuidado de la milpa, la asamblea, las ceremonias, el tequio, las fiestas, los funerales, la escoleta de música, el sistema de cargos comunitarios, son una “escuela” en sí mismas, abiertas a tiempos múltiples y heterocronías. La educación comunal no precisa una validación oficial porque es inasible en los muros de algún aula, escapa del sentido lineal del cientificismo y el academicismo; siempre es vivencia, tarea y acción. La educación comunal es colectiva, si no, no lo es. La educación comunal ve con buenos ojos los acontecimientos inesperados, las discontinuidades; es un grito de vida que se auto-organiza frente al vaciamiento. Mientras que el extractivismo académico es robo, fraude que se expresa cosificando, descontextualizando, individualizando, banalizando los conceptos nacidos colectivamente, a veces simulando compromiso y comprensión de los procesos de abajo. El extractivismo académico por naturaleza es descomunalizador, anti comunitario y una expresión colonizadora que busca cancelar la apuesta crítica y emancipadora de la educación comunal. •