Opinión
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Un océano, dos mares, tres continentes
Y

o, Dom Antonio Manuel, nacido Nsaku Ne Vunda, embajador del Kongo ante el Vaticano, libre de grilletes en tobillos y muñecas, me había convertido en una pieza de mercancía igual a las que se acumulaban en el puerto, a la espera de ser embarcadas en el Vent Paraclet con malacates instalados en los muelles. Dirigiendo la mirada hacia el mar abierto, me consolaba abandonándome al fresco olor a nuevo que flotaba sobre el galeón. Comenzaban los preparativos para la travesía hacia Europa. Los carpinteros ya estaban desmontando las estructuras colocadas especialmente para el traslado de los esclavos. La cala se llenó ahora de imponentes costales de especias y azúcar, toneles de alcoholes, pacas de algodón, porcelanas y barriles de cacao. Sobre las aberturas de las escotillas se fijaron ventanas de vidrio para que les entrara luz a los productos que no debían permanecer en la oscuridad, atención que no se les había concedido a los esclavos. El oro y las piedras preciosas se apilaban en un lugar secreto. También fueron embarcadas grandes cantidades de agua, así como un nuevo cargamento de provisiones y animales vivos. No me perdí nada del transporte de todos estos productos, que los estibadores sobreponían con el más grande de los cuidados bajo la vigilancia de los oficiales, cuyas miradas iban y venían entre las hojas de registro y la mercancía. Yo buscaba una semejanza entre mi persona y todas esas cosas, animadas o no, que se iban catalogando con precisión en un recuento detallado, sin dejar nada al azar. Del vientre del barco lleno de especias emanaba un universo teñido de aromas singulares, agradables y variados, eran guirnaldas de flores que me acariciaban la nariz, efluvios azucarados, suaves buqués que se posaban sobre mis labios. Me sumergía en un baño de sabores intensos, un viaje de los sentidos dirigido por aromas potentes suavizados por toques de vainilla. Me hubiera gustado deleitarme con toda esa dulzura, degustar los perfumes cálidos y picantes que ofrecían las riquezas del Brasil acomodadas en las bodegas. Pero cada pensamiento, como una marea, me inundaba de amargura, era un cruel retorno al momento presente. Incluso liberadas de la pestilencia de las semanas anteriores, las fosas seguían habitadas por la estancia de quienes habían sido almacenados ahí. Su presencia permanecía, indeleble, penetraba profundamente en el casco del galeón, cuajado de sus humores, su sangre y sus lágrimas. Y seguía yo ahí como un último prisionero que no sería liberado sino al cabo de otro largo viaje.