l nueve de febrero Peter supo que iba a morirse, pero todavía no sabía cuándo. El médico le dio la noticia de que los pulmones, que por tantos años le habían ayudado a hacer música con su trompeta, ahora estaban invadidos por el cáncer.
Cristine, su esposa por más de veinte años, lo acompañó al blanco y frío consultorio, en la que un hombre ataviado también de blanco y frío, le anunció con papeles y radiografías en mano que le quedaba poco tiempo.
¿Cuánto es poco?
¿Qué es el tiempo?
Me lo puedo imaginar en el autobús de vuelta a casa tomado de la mano de su esposa. Un hombre suizo de sesenta y siete años, creyente y afable, dedicado al trabajo social con jóvenes con necesidades especiales, estaba sentenciado a muerte. ¿Peter se habrá enojado con su Dios? Quizá sí, pero el sentimiento le habrá durado poco, porque lo que hizo después no tuvo nada que ver con la desesperanza, ni con el enojo, aunque sí con el dolor que causa la despedida.
Tras varios días en soledad, Peter encendió su computadora y decidió escribir una carta a sus familiares y amigos más cercanos para comunicarles su decisión: prepararía un funeral
en el que estaría presente y después moriría con la asistencia de la organización Exit.
Aquí unos fragmentos de la misiva:
Ante el rostro de la muerte. Pensamientos de Peter R.
(…) Estoy casi al final y tengo el regalo de poder dar forma a mis últimos momentos. Mi cuerpo está irremediablemente afectado por el cáncer y lo sé, especialmente porque está muy agotado. También siento pinchazos, sobre todo en la zona lumbar. El cáncer también agotará mi cerebro y es mi decisión dejar este mundo antes de que eso suceda.
El funeral se celebró el primer día de abril a las siete de la noche con un espléndido banquete en un restaurante de las afueras de Zúrich. Asistimos unas ciento cincuenta personas. Al comienzo de la ceremonia todo era confuso. La gente, de manera casi espontánea, fue haciendo una fila para saludar-despedir a Peter, quien, desde su silla de ruedas, iba saludando uno a uno a los asistentes. Me pareció que al final, era él quien los abrazaba y les pedía fortaleza.
Algunos de los invitados fueron tomando el micrófono. Contaron anécdotas, recitaron poemas, cantaron canciones. Hubo lágrimas y aplausos. Desde su mesa, Peter escuchaba con atención las palabras que le dedicaban. ¿Qué sigue? ¿Qué hacer cuando hayan pasado todos? Un breve silencio ocupó el restaurante. Entonces fue Peter quien se levantó a tomar el micrófono: ¡Hay comida deliciosa! ¿Qué esperan? ¡Vamos todos a comer!
Su sonrisa invitó a los demás a sonreír y aquel funeral se fue haciendo fiesta.
A las once de la noche nos despedimos. Peter nos dio las gracias por haberlo acompañado en este camino hacia la muerte, su muerte digna.
Exit divide a nuestra sociedad. Algunos lo aceptan y otros lo condenan. Siempre esperé poder morir de muerte natural, pero ahora es diferente y lo acepto y lo tomo como un regalo. Quienes rechazan Exit deberían también rechazar la atención paliativa. Al final, es lo mismo: el cuerpo recibe medicamentos hasta que ya no puede más. Exit es un momento; la atención paliativa dura muchísimo más.
De acuerdo con cifras oficiales, en Suiza hay más de mil suicidios asistidos por año. Los pacientes deben tomar la dosis letal en acompañamiento y la decisión debe estar sostenida en estudios médicos y sicológicos, diagnósticos y entrevistas.
El ocho de abril Peter recibió la visita de Exit. Lo vuelvo a imaginar ahora en su cama, recostado, con los ojos cerrados, decidido a abandonar el cuerpo que lo lastima. Peter ya no quiere sufrir, ni tampoco llorar porque ya lo ha hecho demasiado.
Veo a una persona querida e inmediatamente me vienen las lágrimas. No puedo explicarlo. Las lágrimas alivian la presión del alma. Permitámonos llorar, es una expresión tan humana.
Al final, Peter tomó una decisión porque así lo quiso y así lo pudo hacer. Es todo, y es mucho.
*Mónica Rojas es escritora; entre sus libros figuran las novelas Lobo y La niña polaca. Reside en Suiza