e forma reciente se anunció que el ejercicio de los curanderos y parteras será regulado por el Estado. Esto genera incertidumbre y muchas preguntas. ¿Qué se entiende por eso?, ¿a qué propósito obedece?, ¿desde qué criterio se asigna la categoría de parteras y curanderos? O la de partera, curandero, h-men o marakame, ¿es un don, una encomienda, una expresión de comunalidad, categoría laboral, ocupación, condición fiscal, empleo o una identidad adquirible por Internet?
Esas declaraciones parecieran reconocer la realidad ancestral y sanitaria de atención y cuidado inherente a las diversas medicinas de los pueblos originarios y afrodescendientes, o lo que de ellas se mantiene y recrea en su carácter simultáneo de legado e innovación, revelando la necesidad de respuesta ante enfermedades y vicisitudes de la vida y la resistencia de un segmento de la población a rechazar sus raíces identitarias. ¿Se trata así de reconocer esa realidad y al mismo tiempo controlarla?
El reconocimiento discursivo de esas medicinas fue constante en anteriores políticas de gobierno. La práctica fue otra. Cada sexenio, los candidatos en campaña se han disfrazado de chamulas, y desde Fox se creó un área en la Secretaría de Salud dedicada a eso. Desde ahí se construyó una interculturalidad
bien portada, funcional para soslayar la determinación social de la enfermedad y la muerte, la desatención y el daño evitable, encubriendo la discriminación y los bloqueos institucionales impuestos al ejercicio de parteras y curanderos. Y así opera aún, a pesar de la apuesta actual por transformar las instituciones públicas de salud.
Reconocer a la medicina tradicional es otra cosa. No es usarla con fines demagógicos como en anteriores gobiernos, tampoco es concederle venias que no pide ni necesita.
Una regulación nacida de un genuino reconocimiento sólo puede serlo desde una perspectiva integral que erradique las precarias condiciones de vida de los pueblos originarios y afrodescendientes, libre a su vez de las limitaciones epistemológicas de la biomedicina dominante: desde la diversidad de saberes –que los hay–, generadores de respuestas eficaces, seguras y accesibles en el campo de la salud. Sin sesgos coloniales ni mercantiles, orientada bajo el cometido de proteger la salud de la población con el concurso de sus saberes, no desde su descalificación.
Hoy, una regulación sanitaria eficaz debe focalizar en sus expresiones concretas los dispositivos patogénicos estructurales productores de riesgos sanitarios. Debe apuntar al origen estructural del daño evitable a la salud, ubicado en el modelo económico del dominio del capital sobre el trabajo, con su mercantilización a ultranza de la vida misma y los territorios; en el ordenamiento social de la colonialidad productora de racismo y exclusión; en la nociva dominación patriarcal; en la endémica subciudadanía.
Todos ellos se potencializan entre sí. Esta fábrica impuesta pero naturalizada de riesgos sanitarios amenaza ya al planeta mismo y como tal debe ser puesta en la mira si importa la protección a la salud desde la procura de la vida.
Así, la regulación sanitaria toma otro carácter, otro alcance y otra escala. Por ello, regresando a la pretendida regulación de parteras y curanderos, de su ejercicio y sus saberes, su concreción, si acaso, debe reformularse los pueblos, desde lo que Gadamer llamara fusión de horizontes. Esto es, ¿quién regula a quién?, ¿el Estado a la población mediante sus expertos o la ciudadanía desde una democracia participativa? Y es que el ejercicio mismo de la regulación sanitaria, para ser eficaz y verdaderamente protector, se ha de regular y redefinir desde una perspectiva verdaderamente etiológica y contextual de los riesgos sanitarios.
No son meras palabras. La regulación sanitaria es inviable en un contexto de desigualdad y exclusión que la modela, porque la experiencia de vida de la población es tan o más importante que la experiencia y la perspectiva de las instituciones públicas que a ella se deben.
Y las preguntas siguen: regular, ¿desde dónde?, ¿desde el cálculo y la oportunidad política?, ¿desde la colonialidad vigente en nuestras instituciones?, ¿desde una racionalidad instrumental o una dialógica? ¿Cómo se genera una regulación sanitaria objetiva? No desde el desconocimiento o la descalificación de aquello que se pretende regular.
Si la regulación sanitaria es un imperativo en las políticas públicas para salvaguardar la salud pública ante riesgos evitables transmisibles o crónicos, y hoy a nivel ambiental urge; la regulación en el campo de los saberes de los pueblos está en otro registro y corre precisamente el riesgo de construir riesgos inherentes a la pretensión de controlar, desde una base muy endeble, las estrategias mismas de sobrevivencia de la población.
En términos teóricos, la regulación sanitaria debe velar por la salud pública. En la práctica, su ejercicio demanda la caracterización precisa de los riesgos que exigen esa regulación.
* Instituto Nacional de Antropología e Historia