la crisis financiera mundial provocada por la quiebra de importantes bancos en ambos lados del Atlántico, una crisis contenida hasta ahora por la onerosa intervención de los bancos centrales de sus países, se ha sumado la amenaza de colapso de los sistemas de pensiones en el mundo, con la tercera economía de Europa como cabeza de playa, la icónica Francia.
Ambos factores, banca y pensiones, son en realidad parte del mismo sistema de ahorro del mundo, fondos que mueven el engranaje del capitalismo en los cinco continentes, el combustible que mantiene en marcha la economía global, financiando la producción de manufacturas, servicios y comercio.
Ese sofisticado sistema financiero del capitalismo en la tercera década del siglo XXI, extendido sin límite y escasamente regulado, es el que ahora está en entredicho. Sin caer en paranoias precipitadas, es un desafío que debe aquilatarse en su real dimensión, por sus riesgos a nivel global, continental y nacional.
Hecho el análisis de la crisis financiera en ciernes en nuestra colaboración anterior, veamos ahora el sistema de pensiones, presionado como nunca, tanto en economías desarrolladas, como en economías emergentes y rezagadas, centrándonos en el caso Francia.
Para empezar, tenemos que decir que una pensión digna y suficiente es un derecho social y humano de todas las personas adultas mayores, bajo la modalidad que fuere. Dentro de este segmento, quienes han laborado a lo largo de su vida, tienen derecho a que sus aportaciones, sus ahorros, se traduzcan en ingresos suficientes para sustentar su vida a posteriori, cuando se jubilan.
La siguiente reflexión es que los sistemas de pensiones, por regla general con sus excepciones, no contemplaron en su diseño original un factor esencial, de peso sustancial y en ascenso: la longevidad extendida de personas por sistemas de salud y, en general, con sus contrastes, por la propia calidad de vida. De una esperanza de vida mundial de menos de 40 años hace 100 años hemos transitado, afortunadamente, a más de 73 años, en 2023.
Pero los trabajadores no son responsables de este factor actuarial y los Estados nacionales tienen que encontrar la fórmula o las fórmulas para encarar con éxito el desafío: garantizar las pensiones de los trabajadores sin colapsar los sistemas de ahorro que los nutren.
En el caso de Francia, el gobierno de Emmanuel Macron presentó una iniciativa de nueva ley de pensiones para elevar en dos años la edad para tener derecho a este derecho social, pasando de 62 a 64 años la edad mínima de jubilación a partir del 2030, para ampliarse a los 66 años en el caso de los nacidos en los ochenta y 67 para la generación de los noventa, lo que ha provocado multitudinarias manifestaciones en París y en varias ciudades del país de donde, por cierto, emergieron, en las últimas dos décadas del siglo XVIII, los principios y derechos plasmados en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, fuente principal de la Declaración de los Derechos Humanos, ya en el siglo XX.
Las enconadas protestas, con más del 65 por ciento de la población en contra de la reforma según estudios de opinión locales, se han dado luego de que la nueva ley fue aprobada sin pasar por la Asamblea Nacional, con base en las facultades extraordinarias que el artículo 49.3 de la Constitución le otorga al titular del ejecutivo, a cambio de someterse a un voto de censura en el congreso, que removería al gobierno, dos tentativas que no han prosperado.
La reforma impulsada al sistema de pensiones francés se basa en proyecciones del costo creciente de esta materia: según una comisión de expertos, el gasto en pensiones en 2032 equivaldría al 14.7 por ciento del producto interno bruto y ya no al 13.8 por ciento, como ocurre actualmente, ya de por sí uno de los más altos porcentajes en Europa y el mundo.
En 1950, cuatro trabajadores financiaban a un pensionado, en 2000 eran sólo dos y en 2040 serán 1.3. Eso ya no será sostenible
, afirma Jean-Marc Daniel, profesor emérito de Economía en la Escuela de Negocios ESCP de París, refiriendo el cambio abrupto que se ha dado en el sistema por la mayor longevidad de las personas.
Por eso el gobierno francés está tratando de retrasar la edad mínima de jubilación, introduciendo una edad de equilibrio
(65 años), que premiará a los que se jubilen más tarde y sancionará a los que se retiren antes.
Lo que se observa en las calles de las grandes ciudades francesas, en todo caso, es una redición de la histórica resistencia francesa al neoliberalismo, en una de sus principales expresiones: el recorte del gasto público en rubros sensibles de justicia social, como son las pensiones. Un fenómeno no ajeno a los demás países de nuestro mundo globalizado.
Sin embargo, las fuerzas progresistas de Francia, en ejercicio de su soberanía, también tendrán que evaluar otro grave factor de riesgo: el avance de la ultraderecha neofascista, encabezada por Marine Le Pen, hoy la principal impulsora de la remoción del gobierno de Macron con un voto de censura en el congreso, y a quien ya analistas de ese país la ven, paradójicamente, como la principal beneficiaria política de las protestas sociales, tan ajenas a su agenda doctrinaria.
* Presidente de la Fundación Colosio