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No sólo de pan...

De participación multitudinaria y múltiple

S

upongamos que ustedes, amables lectores y lectoras, aman los sabores de una infancia ya casi lejana pero aún nostálgica, sabores que no lograron desaparecer bajo las estridencias de los disfrazados con colores que, a final de cuentas, no se supo nunca si caían en el paladar o en la vista y que hoy por hoy se parecen tanto entre sí que nuestra paleta gustativa pierde concursos al tratar de identificarlos... Supongamos que no sabemos por qué nos sentimos empobrecidos en experiencias, en conversaciones, en vocabulario, en emociones, en pensamientos, en gustos de cualquier clase, pero, sobre todo, del paladar con una predominancia de lo dulce en las preferencias gustativas y de colores intensos o brillantes para meterse en la boca...

En tanto que, las y los hacedores de comida ponen su esfuerzo en adaptarse a los gustos creados por una publicidad aplastante, sin fijarse en la calidad de los productos ni en sus hechuras a mano limpia o bien armada con utensilios caseros o artefactos industriales... Ayudando así al fenómeno del crecimiento y engrosamiento de multitudes de cuerpos deformes y pesados, torpes y secretamente deprimidos. Pero la malignidad del fenómeno es aún peor cuando acusan a la comida mexicana, los antojitos, la manteca de cerdo y el chicharrón, los frijoles y las tortillas, del deterioro estético de la población mexicana, minimizando el papel de la comida chatarra y aunque pongan etiquetas negras para identificar en negro al enemigo: sales, azúcares, harinas, grasas... Porque la verdad es que el capital invertido en la producción de estos seudoalimentos (con su cauda de publicidad) supera de manera aplastante la inversión en los policultivos tradicionales que, pese a todo, sobreviven en algunas regiones apartadas de la modernidad. Supervivencia cultural y natural debidas a que sus productos nunca fueron considerados mercancías, sino bienes directos del consumo humano para el mantenimiento de la familia y la comunidad.

Cuando un turista despistado atraviesa una comunidad de población originaria le sorprende la generosidad de la gente, que, en vez de venderle comida se la ofrece en la mesa familiar. Y cuando quiere agradecer pagando con dinero y la familia no lo acepta, el civilizado no puede comprender que la comida no es una mercancía, sino un bien indisoluble del ser humano que la produce, la consume y con ella se reproduce en tanto que individuo y como sociedad.

Que comprenda el que quiera: la humanidad necesita, comenzando por nosotros, efectuar una revolución de las conciencias con base en nuevos principios como el de que la comida no es una mercancía en el sentido de una producción que debe incluir capital+trabajo+beneficio para el capital, sino que la producción de la comida (incluida el agua) es inherente al mantenimiento de la vida en su más amplio sentido y dependen tanto de la conciencia como de la actividad humana en un círculo virtuoso, productivo y reproductivo, donde se gestan y amplían todos los conocimientos y prácticas del genio humano.

Aquí no hay espacio para la discusión y las resoluciones, pero reflexionemos sobre el complemento de la conocida frase: por el bien de todos, primero el rescate de las milpas (policultivos autosuficientes en todo su ciclo) sin fertilizantes asesinos ni novedades que las degraden. Si ya se dieron los primeros pasos en nuestro país, nosotros estamos obligados a dar los que siguen. Tal vez ingresemos a la historia sin vergüenza.

www.cruzadaporlamilpa.com.mx