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El hombre que cambió a EU
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▲ Un marino herido en la guerra de Vietnam espera para ser trasladado.Foto Ap, tomada del libro Un siglo de guerras, de editorial Océano
E

n marzo, junto con docenas de amigos y compañeros activistas de Dan Ellsberg, recibí una nota de dos páginas en la que se informaba que se le había diagnosticado un cáncer pancreático incurable y que se negaba a recibir quimioterapia porque el pronóstico, aun con la quimio, era pésimo. El próximo abril cumplirá 92 años.

Supe de la importancia de Dan en el verano de 1971, cuando fue despedido por entregar los Papeles del Pentágono al New York Times, pocas semanas después de que el periódico inició una serie de historias estremecedoras acerca de la desconexión entre lo que se nos dice y lo que en verdad había ocurrido [en Vietnam]. Esos documentos se mantienen hasta hoy como el análisis más vital de una guerra desde dentro. Incluso después de las revelaciones del New York Times, esas 7 mil páginas rara vez serán leídas en su integridad.

En ese tiempo yo trabajaba en el NYT, en un proyecto relativo a Vietnam, y me había enterado de que fue Dan quien hizo la filtración, una semana o antes de que su nombre se hiciera público. Su despido era inevitable, y el 26 de junio, después de ocultarse en Cambridge, Dan se dirigió a la oficina del procurador general de Estados Unidos en Boston –docenas de periodistas esperaban– y tuvo una breve charla con los reporteros antes de entregarse a las autoridades para lo que se conocería como el juicio del siglo. Dijo a los allí reunidos que esperaba que la verdad nos libere de esta guerra. Y luego, mientras caminaba hacia la escalinata del tribunal, un reportero le preguntó cómo se sentía de ir a prisión. Su respuesta me impactó entonces y aún me hace estremecer: ¿No iría usted a prisión para ayudar a acabar con esta guerra?

Yo había hecho mi parte al exponer la masacre de My Lai y publicar un libro sobre ese hecho en 1970. Por entonces escribía un segundo libro sobre cómo el ejército de Estados Unidos encubrió la matanza. Diablos, no, me dije. “De ninguna manera iré a la cárcel… en especial por decir la verdad.” Observé el siguiente juicio de Ellsberg en un tribunal federal de Los Ángeles e incluso habló del crimen de los esbirros de la Casa Blanca que allanaron el consultorio del sicoanalista de Ellsberg… por encargo del presidente Richard Nixon. (La defensa del gobierno se desechó después de que se tuvo noticia de la extensión del espionaje ordenado por la Casa Blanca.)

Empezaba el verano del año electoral de 1972 cuando Ellsberg y yo entramos en contacto. Yo seguía investigando para el NYT sobre la guerra de Vietnam, que se iba perdiendo, y las fechorías de la CIA. El triunfo de Nixon parecía seguro, pese a que continuaba con la odiada guerra, porque la campaña del candidato demócrata, George McGovern, iba de tropiezo en tropiezo. Dan tenía dos historias que creía que podrían cambiar la dinámica de la elección de noviembre.

Me simpatizó de inmediato. Era ­entusiasta, brillante, apuesto como estrella de cine, y tenía mucha ­información interna de la guerra de Vietnam que muy pocos poseían. Y estaba ansioso por compartirla, sin preocuparse por las consecuencias en absoluto. Entendía que, como fuente de información y de procedimientos ­ultrasecretos, él corría todos los ­riesgos y que, como reportero, yo escribiría notas que me atraerían aclamaciones y no correría riesgo alguno. Él hablaría de todos los archivos secretos ocultos y resguardados de la guerra de Vietnam que podía recordar, con su memoria fotográfica, en casi perfecto detalle.

Había dos abusos de la Casa Blanca que él quería que yo expusiera antes de la elección presidencial de otoño de 1972. Me contó que Henry Kissinger –para quien Dan había escrito un importante documento político [antes] de que fuera nombrado asesor de seguridad nacional– había estado espiando con micrófonos ocultos a asistentes y miembros del gabinete. El segundo secreto que Dan tenía para mí era que Kissinger había ordenado que algunos de sus asistentes prepararan un plan para usar armas nucleares tácticas en Vietnam del Sur, en caso de que fueran necesarias para poner fin a la guerra bajo términos estadunidenses.

Dijo que si yo pudiera tomar ­declaración a una o dos fuentes –para esa época varios antiguos ayudantes de Kissinger habían renunciado discretamente por la guerra de Vietnam–, podría ser que los demócratas ganaran la presidencia. Era la apuesta más difícil, pero durante todo el verano luché por encontrar a alguien que tuviera información de primera mano, porque Dan no la tenía, y que estuviera dispuesto a confirmar la información de Dan, aunque fuera tras bambalinas. Desde luego, se daba por entendido que yo tendría que decir a Dan Rosenthal, director ejecutivo del NYT, quién era mi fuente secreta.

Fue un verano espantoso para mí, porque varios ex asistentes de ­Kissinger confirmaron con facilidad la información de Dan, pero no accedieron a que diera sus nombres al periódico. No pude obtener ninguna declaración a tiempo para la elección, pero en años subsecuentes conseguí las historias.

A finales de 1993 Dan me contó una historia que parecía capturar la vida secreta en el interior de una gran guerra. Había ido y venido en misiones cortas a Vietnam del Sur cuando era funcionario del Departamento de ­Estado, pero a mediados de 1995 tuvo oportunidad de unirse a un equipo en Saigón dedicado a la pacificación –a ganar mentes y corazones– de los aldeanos del sur. Su jefe era Ed Lansdale, héroe de la contrainsurgencia en la CIA por sus esfuerzos tempranos en rastrear insurgentes comunistas en Filipinas.

Y así Ellsberg se fue a trabajar en Saigón con Lansdale. Durante año y medio, dijo Ellsberg, pasé casi todas las tardes escuchando platicar a Lansdale sobre sus operaciones encubiertas en Filipinas y antes en Vietnam, en la década de 1950. Para entonces yo llevaba años trabajando con secretos y creía saber qué secretos se tenían que esconder de quién. También creía que Ed y yo teníamos un buen conocimiento funcional uno del otro y de nuestros secretos. Cada fragmento de información estaba catalogado en la mente y sabíamos qué podíamos decir y a quién. A todo esto, se habló de Jack Kennedy y también de Bobby, pero Lansdale no mencionó Cuba ni tampoco que él había trabajado alguna vez con Jack y Bobby Kennedy.

Una década después, cuando los dos hermanos Kennedy habían sido asesinados, escribí una serie de notas para el NYT sobre el espionaje que hizo la CIA de cientos de miles de manifestantes contra la guerra de Vietnam, legisladores y periodistas estadunidenses, todo en violación directa de la carta constitutiva de la agencia, que data de 1947, la cual le prohíbe toda actividad dentro de Estados Unidos. Condujo a la instauración del Comité Church en el Senado, en 1975. Fue la investigación más extensa realizada por el Congreso sobre las actividades de la CIA desde el nacimiento de la agencia. El comité expuso las actividades de asesinato de la CIA, operaciones realizadas bajo órdenes que claramente venían de Jack y Bobby Kennedy, aunque no se publicó ningún enlace directo con el informe final del comité. Pero el comité informó ampliamente sobre un grupo secreto autorizado por Jack Kennedy y dirigido por su hermano Bobby que presentara opciones para cometer actos terroristas en Cuba y asesinar a Fidel Castro. La operación encubierta tenía el nombre en clave Mangosta. Y en 1961 y 1962 fue dirigido, según informó el comité, por Ed Lansdale.

Ellsberg me dijo que estaba atónito. “Cuando supe de Lansdale y Mangosta, se me reveló una capacidad de guardar secretos en un nivel interno que iba mucho más allá de lo que había imaginado. Fue como descubrir al vecino de al lado y compañero de pesca de fin de semana –hay que mencionar que Ellsberg nunca fue a pescar en su vida– y querido amigo nuestro, que resultó haber sido secretario de Estado.

“Fue asombroso, porque Mangosta era exactamente el tipo de operación que yo esperaría escuchar de Lansdale. Todo el tiempo me hablaba de operaciones encubiertas. Me parece que el presidente Kennedy le dijo a Ed que ‘tuviera cerrada la maldita boca’.

“Cuando has estado en un sistema con el nivel más alto de sigilo, entiendes que algunas cosas se llegan a ­revelar. Y te das una idea de qué es lo que por lo regular no se revela. Escuchaba mucho de otras operaciones encubiertas, pero alguien –no Lans­dale– había cerrado la tapa sobre Mangosta”. Lo que quiso decir es que no había evidencia de que la Comisión Warren, integrada para investigar el asesinato, hubiera cumplido su misión.

Según entendí años después, en todas las muchas horas de mi ­adiestramiento de Dan, entendió y empatizó con mi afán –incluso mi necesidad– de enterarme de todo lo que pudiera sobre su mundo de secretos y mentiras, cosas dichas en voz alta y ocultas en documentos ultrasecretos. Y también se convirtió con gusto en mi mentor y me enseñó a mirar dentro de los recovecos de la comunidad de inteligencia de Estados Unidos.

A cambio le di mi amistad y lo ­recibí en mi familia. Dan me mostró un ­cariño como a uno de los suyos, de la misma forma en que él y [su esposa] Patricia irradiaban amor y aceptación hacia todos sus muchos amigos que, como yo, jamás olvidarán las lecciones que nos dio y lo que de él aprendimos.

* Periodista estadunidense, ganador del Premio Pulitzer en 1970.

Publicado con autorización del autor. https://seymourhersh.substack.com

Traducción: Jorge Anaya