ntre bravatas presidenciales, destituciones vaporosas entre los priístas, clamores contra la militarización y silencio bochornoso de los representantes partidistas, la República que alguna vez soñamos construir con base en una nueva institucionalidad democrática parece en pausa. Mejor así que arriesgarse a una reprimenda alevosa desde la cumbre y por la madrugada.
¿Cuándo ocurrió esto?, ¿cómo empezó este embrollo? Nos preguntamos muchos, humildes émulos del célebre Zavalita de la magistral novela de Vargas Llosa, quienes, además, fuimos mayoritariamente simpatizantes o partidarios de Andrés Manuel López Obrador y sus propuestas más generales de gobierno para echar a andar una nebulosa cuarta transformación
.
Supongo que no son pocos quienes se han decepcionado; unos, convertidos de plano en opositores fieros; otros, en estoicos observadores participantes
de expresiones de defensa democrática, como han sido las marchas de noviembre y marzo.
El contingente es variopinto, pero no necesariamente se trata de un grupo de conversos
a la causa opositora. Junto a ellos, forman filas los opositores que estaban convencidos de que la opción encarnada por AMLO y Morena sería nociva para el país en su conjunto, pero no acaban por traducir su descontento en propuesta política.
La oposición es muy diversa, heterogénea y dispareja si la evaluamos con criterios más o menos formales o tradicionales. El valor político de sus posiciones no puede aún definirse, como tampoco su probable eficacia en la justa decisiva de la política mexicana que, ahora democrática, sigue siendo la sucesión presidencial.
Momento político
que articula el deshilvanado y en extremo agresivo lenguaje del Presidente, quien, armado con sus datos, no teme distorsionar la historia reciente para encontrar argumentos en favor de sus preferencias, así como en el método que quiere aplicar a su propio partido para seleccionar a su abanderado.
No estamos ante una regresión a los tiempos del presidencialismo autoritario y sus patéticos tapados, como sostienen algunos. Eso implicaría soslayar los cambios sociales y culturales que han acompañado nuestro indudable cambio político, para volverse elementales Casandras de una vuelta a un autoritarismo cuyos resortes se deterioraron de consuno con el deterioro general del régimen autoritario. Insistir en esas perspectivas puede, además, distraernos de lo que sí puede estar a la puerta de nuestra casa política: la emergencia de un autoritarismo sostenido en grandes masas y nutrido en un verbo justiciero que fácilmente podría devenir justicialista
, como el de Perón, que llevó a su país a simas políticas que pronto contagiaron la economía y las bases de su cohesión social.
Socapa de defender lo realizado en pos de la mencionada Cuarta T
y de asegurar su evolución, el Presidente y algunos de sus más cercanos sostienen que la continuidad de su transformación sólo puede asegurarse con un sistema político dominado por mayorías bien perfiladas como falanges de esa causa. Una suerte de mandato natural es el que, se dice, sostiene y da legitimidad al discurso negacionista de todo diagnóstico crítico o reclamo democrático.
Avanzar sin transar
coreaban los jóvenes del pos-68 y algunos no dudaban en repetir el nefario recetario izquierdista de condena al reformismo, cuando de lo que se trataba era de obligar al gobierno y su sistema solar de élites del negocio y de control político a la apertura. A un acuerdo expresamente dirigido a erigir un auténtico edificio democrático que, por serlo, sería diverso y plural. Fruto de un amplio consenso político y en buena medida social.
Negar el valor de este proceso, central para la vida mexicana desde 1977, se ha vuelto práctica más que visitada por el Presidente y los suyos. Se ha llegado al extremo de afirmar que en 2018 hubo fraude, superado
por la eficacia de las cohortes de la Cuarta Superchería que se ha hecho evidente en la campaña del Presidente y su partido en contra del INE y sus consejeros, basada en la calumnia y la difamación.
Esta negación absolutista se ha extendido contra el Poder Judicial y la ministra presidenta de la Suprema Corte. Pilar de la constitucionalidad del régimen.
Si bien es difícil saber hasta dónde llegaría esta subversión de la democracia plural y representativa, es claro que en la agenda inmediata del Presidente y sus efectivos está el sometimiento del Estado a un fantasmal mandato mayoritario de masas: la sumisión del Poder Judicial al mandatario y del Legislativo a su partido, serían sus parámetros maestros.
La defensa del equilibrio de los poderes republicanos tiene que ser prioridad de toda alternativa antiautoritaria y de defensa democrática.
Será desde esa oposición desde donde podremos avizorar no sólo las potencialidades de dichos órganos, sino su capacidad de persuasión frente a quienes corean un discurso falso y sin sustento que busca la difuminación de nuestro pluralismo y la corrosión del régimen republicano.
Sin el funcionamiento plural y transparente de los poderes Legislativo y Judicial, la justicia coreada desde el pulpito presidencial, basada en los sentimientos
populares, deviene funesto poder omnímodo, desde donde se decide la suerte de los pobres de espíritu
.
No hay peor ni más ponzoñoso entorno que el silencio; sin voz, las repúblicas fallecen y sus ciudadanos se agotan y renuncian a seguirlo siendo.
La democracia se protege con métodos democráticos, no con el verbo divino.