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El pueblo no existe
S

uena a una puntada humorística, pero quien la profirió fue un consejero electoral nacional. Todavía agregó: Lo que existen son sociedades diversas. La frase de que el pueblo no existe es hermana de la idea que Margaret Thatcher expuso en una entrevista de 1987: “a demasiados niños y personas se les ha dado a entender: ‘¡Tengo un problema, es trabajo del gobierno resolverlo!’ o ‘¡Tengo un problema, iré a buscar una subvención para hacerle frente!’ ‘¡No tengo hogar, el gobierno debe darme una casa!’ y entonces están arrojando sus problemas sobre la sociedad y ¿quién es la sociedad? ¡No existe tal cosa! Hay hombres y mujeres individuales y hay familias y ningún gobierno puede hacer nada excepto a través de las personas y las personas se miran primero a sí mismas”. Thatcher estuvo menos años en el gobierno británico que los consejeros del INE, pero aun así fue demasiado: de 1979 a 1990. Combatió a los sindicatos como monopolios porque fijaban el precio de la fuerza de trabajo, pero nunca atacó a las corporaciones porque, al concentrar la cadena de suministros, reduce costos y, en la pura teoría, disminuye los precios. Pero más allá de la retórica engañosa de la economía, Thatcher, con Ronald Reagan, logró consolidar la idea antipolítica de los neoliberales, de la que el consejero electoral sólo es una reverberación.

Los neoliberales negaron siempre que existiera el pueblo porque no creían en la política ni en el Estado, salvo como policía y cuando los rescataba de las crisis financieras. En cambio, creyeron en un mecanismo impersonal, anónimo, sin metas deliberadas –como escribió Friedrich Hayek en 1944– que nombraron el mercado, un concepto fantasmagórico al que concurren individuos ciegos tan sólo guiados por el precio. Los consumidores son como murciélagos dentro de la cueva del precio, la publicidad y el consumo. En el mercado, a diferencia de la política, no se necesita hablar. Conceptos como pueblo, justicia social, interés general, eran tachados de místicos porque son formas de apelar políticamente al pueblo con palabras, valores y principios. Los neoliberales, más que los mercados, expandieron la visión de que toda actividad era como una acción económica: todo podía verse como un intercambio comercial. Así, la democracia de los neoliberales era un mercado donde no había más que preferencias, opciones, y no valores propiamente políticos. Insisten, por ello, en el pluralismo, que es como decir que existan distintas marcas de yogur, así, sin ninguna valoración política. En México, le han llamado pluralismo incluso a lo que, de por sí, fue una reducción de opciones, es decir, la alianza entre Acción Nacional, el PRI y el PRD.

A diferencia del mercado, que convierte la incertidumbre en un precio, el pueblo, la justicia social o lo público no eran medibles. No hay un número que los contenga y, por el contrario, exceden siempre sus propios límites. Esto, que es tan común para el lenguaje político –que el todos los hombres son y permanecen iguales, de la democracia popular, sea una idea que excede a cualquier práctica–, para los neoliberales resulta una ficción, misticismo, religión. Ellos creían en otra cosa: la divinidad de los números. A pesar de que durante décadas quisieron vender la libertad comercial como libertad política, es decir, la hermandad del intercambio comercial de mercancías con la democracia electoral, jamás reconocieron al pueblo como fuente última del poder soberano. Hayek, Ludwig von Mises, Milton Friedman, George Stigler o James Buchanan creyeron, en cambio, en la autoridad de las reglas económicas. Cualquier intromisión del pueblo, el Estado, las regulaciones legales, significaba menor libertad para los individuos, esos murciélagos moralmente ciegos que sólo buscan maximizar sus ganancias. Cuando los neoliberales dicen dictadura o totalitarismo, se refieren a que pretenden que en la política las cosas funcionen como en el mercado, es decir, con sujetos sin moral que compiten para obtener cada vez más ganancias. Es un exceso eso de clamar dictadura porque su modelo no puede ocultar que su primera experiencia material ocurrió durante el régimen militar de Augusto Pinochet en Chile.

Como en cualquier pensamiento totalitario, Hayek mismo escribió: La mayoría no tiene la capacidad de pensar con independencia. De ahí la necesidad de que existieran entidades inteligentes que guiaran a los engañados por las ficciones de la política, esas que no pueden abarcar los números y que son lenguaje y ética del discurso público. Desde que funda la estrategia para formar opinión pública, entre los días primero y 10 de abril de 1947, en Monte Pelerin, Suiza, Hayek delineó a un poder cuya soberanía no provendría del pueblo o de sus sufragios y representantes, sino de la divinidad matemática: los think tanks compuestos por economistas inundaron los cargos de gobierno, las universidades, las páginas de opinión, y se solidificaron en organismos autónomos, únicos garantes de pensar con independencia. Y he ahí por qué un funcionario público dedicado a contar los votos del pueblo niega la existencia de éste: confunde la autonomía de su institución con soberanía, una fuente de poder última que sólo proviene de una elección. Por eso, también, el INE se ha burlado del Poder Legislativo, agitando su autonomía administrativa frente a la soberanía popular. Por eso, el pueblo no debería existir.

En sus últimos días, Margaret Thatcher visitaba la casa de un amigo sólo para ver un cuadro. Era el de una cacería de zorros pintada en 1841 por John Frederich Herring. No es que le interesara la representación del cazador con su sombrero de copa o el enorme encino a su lado. Iba para contar uno por uno a los perros. Para ella, no eran un acontecimiento digno de ser pintado, sino sólo un número.