Cuando fui niña vi mi pueblo bonito, todavía sus calles eran de tierra, llenas de árboles, con mucha agua, las zanjas más cercanas eran aguas limpias, allí acudíamos para lavar, para convivir. Conocí el río Atoyac con sus árboles, con mucha vegetación, sus pajaritos, conejitos, patos, peces, acociles, sapos, ranas, todo eso era vida, también había víboras, el cencuate, víbora de agua.
Como mi padre fue campesino, íbamos nosotros al campo a pizcar o sembrar maíz, a recoger frijol y calabaza. Mi padre pescaba allí en el río, juntaba los pescados que había, como carpas; mi mamá juntaba acociles y con eso nos hacía una rica comida. El campo de Tepetitla fue muy abundante en lechuga, col, ajo y cebolla. Todavía me queda ese olor a cilantro, cebolla, flor de haba y chícharo que se daba muy bien.
Las mujeres con mucha alegría acudían a llevarle de comer al marido, llevaban sus canastas con la comida y pasaban ahí en la Zanja Real, rascaban unos pocitos y ahí agarraban agua con sus jarros de barro y les llevaban a los hombres, no tenían el miedo que ahora se vive por la violencia.
Todo eso era una vivencia muy diferente a la que por los años 60 empezó a cambiar muy fuertemente, cuando empiezan a decir nuestras “grandes” autoridades que venía el progreso, que ya íbamos a tener zapatos, ya no íbamos a pisar la tierra ni íbamos a ser campesinos.
– Ahora ya van a ser obreros.
Y nos llenaron de ilusiones que íbamos a cambiar, pero pues con el tiempo desgraciadamente cambió para mal y nos trajo la tristeza, la amargura, la muerte y muchas cosas que nos acarreó ese progreso.
Como fue el caso de mi hija Zulma, que empezó a enfermar. Primero empezó con resfriados y dolor de garganta, pasado el tiempo tenía alta temperatura recurrentemente, hasta que el médico familiar me dijo:
– Tiene que trasladarla y buscar un hematólogo
Y pues yo no sabía que era un especialista, así que fui a Tlaxcala y no encontré, me mandaron para Puebla donde me dijeron que había que hacerle análisis, consultas dos veces por semana. Le dieron un medicamento que me costaba mil quinientos pesos y le duraba ocho días. Yo tenía un dinerito ahorrado y ella también, porque como ella ya trabajaba tenía la ilusión de hacer su casa, entonces empezamos a gastar todo el dinero y ella empezó a faltar mucho al trabajo.
Pasamos así un tiempo hasta que dieron el diagnóstico, me dijeron que tenía leucemia mieloide crónica y que tenía que llevármela inmediatamente a cancerología en México. Allá llevó su tratamiento, el cual fue un calvario porque el medicamento, que quiero pensar eran quimioterapias, costaban desde treinta y cinco mil hasta setenta mil pesos. Entonces me mandaban a buscar instituciones que me apoyaran, así di con un albergue donde nos cobraban diez pesos y nos daban de comer y nos dejaban dormir. Más adelante vendí mi casa y un terreno que me habían dejado mis padres, empecé a pedir dinero prestado para pagar, pero no me alcanzó, así que en el hospital me iban acumulando la deuda.
Un día, en el año dos mil diez, el médico me dijo:
– En la semana se va Zulma para su casa.
– ¿Ya nos vamos? – le dije
– Sí, mira, ahorita ya no le ha dado temperatura, ya está controlada – respondió.
Zulma estaba tan feliz de que ya nos íbamos a regresar a la casa. Como a media semana le agarró temperatura y ya no pudieron bajársela, se le paralizó el cuerpo, ya no pudo abrir la boca cuando me dijo que tenía hambre, hasta que murió.
Después de mucho tiempo pude entender que sí había un culpable, de que sí hay un río contaminado, de que sí nos engañaron, de que sí nos están matando esas aguas. Todo eso que fue vida de pronto se convirtió en muerte; toda esa vivencia, todo, se convirtió en tristeza, en violencia, en desesperación. Que los gobiernos hasta este momento no se han querido involucrar, no han querido aceptar. Sabemos qué es el dinero y el poder, pero a cambio de lágrimas, de sufrimiento, de que mueran personas y animalitos. Muere el aire, muere la tierra, muere el agua, muere la fe, muere la esperanza, mueren muchas cosas.
Por eso yo lucho, en primera, para que haya vida en abundancia; segunda, vienen unos niños que nada tienen que ver con estas cosas que mi generación tomó desapercibidamente; no le tomaron la importancia de que la vida estaba ahí en el agua, en la tierra y en el aire. Yo lucho por una nueva generación, porque ahí se incluye mi familia, mis nietos y la gente. Esos niños que vienen, ¿qué será de ellos? Lucho para que tengan la libertad de jugar en el río, que sus pies sientan la tierra, que tengan alimentos sanos. Y que estos gobiernos sean los que se involucren en su tarea, que tengan esa conciencia de que tienen que hacer su trabajo bien.
Me llena de emoción, de alegría, de que mi hija no ha muerto, sino que sigue viva. Y a lo mejor esa sea la ilusión mía de que yo no la he enterrado y la he matado y ya se acabó. No, yo le sigo dando vida en su testimonio porque es cierto, es verdad, yo no estoy mintiendo, no estoy inventando, no estoy haciendo algo que no es cierto, porque eso es la verdad, como cuando la Comisión Nacional de Derechos Humanos nos dio la razón de que efectivamente nuestros derechos, con toda esta devastación, se nos están violando. •