En la Cuenca Atoyac-Zahuapan —que comparten los estados de Tlaxcala y Puebla—, operan hoy más de 22 mil empresas industriales de todos tamaños y de múltiples orígenes, según el Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas de INEGI (Mapa 1). Algunas son ampliamente conocidas, como Volkswagen, Pemex, Porcelanite-Lamosa, Cerámica Santa Julia, Bayer, BASF, Ternium, Big Cola, Mexichem, Kimberly Clark o ThyssenKrupp, y junto con otras menos prominentes, como Global Denim, Beakert, Rassini, Tavex, etc., acaparan el agua en la cuenca y son el eje en torno al cual gira su destrucción ambiental y sanitaria, de manera directa o a través de sus cadenas de suministro locales, regionales y globales.
Decenas de empresas trasnacionales llegaron ahí desde que a los gobernadores de Tlaxcala y Puebla se les metió en la cabeza la idea de la “modernización” económica de “sus” estados, hace más de 60 años, según Rendón Garcini en su Breve historia de Tlaxcala (1996). La bendita modernidad llegó con la autopista México-Puebla, en 1962; poco después, desde 1965, llegaron la planta de ensamblado de Volkswagen (instalada —represión de por medio— en tierras comunales de San Francisco Ocotlán) y el complejo petroquímico “Independencia”. Más tarde llegaron el corredor industrial Tlaxcala-Puebla y múltiples clústeres de autopartes y otros insumos automotrices, al igual que empresas de industrias como la metalmecánica, textil, química, de plásticos, agroquímicos, bebidas y alimentos, papel, etc. Y todas ellas han usado desde entonces los ríos como drenajes. Así, la cuenca se industrializó, se urbanizó y se densificó, demográfica y vehicularmente, hasta convertirse en lo que es hoy: un infierno ambiental y sanitario.
Gracias a generosos beneficios fiscales, la donación de terrenos despojados a los ejidos, o la construcción de infraestructura pública ad hoc (como el Arco Norte o el gasoducto Morelos, que acicateó el florecimiento del huachicol), las empresas industriales se convirtieron en las nuevas “haciendas”, arropadas por los tratados de libre comercio y la adecuación jurídica e institucional neoliberal del Estado mexicano para beneficiarlas. Para los años ochenta y noventa, la industrialización salvaje atrajo a miles de trabajadores de otros estados —muchos de ellos también desplazados por megaproyectos, despojos de tierras y el castigo a la economía campesina— y con su llegada se crearon “oportunidades de negocio” para instalar moteles de paso, centros botaneros, bares y otros giros “turísticos” operados por bandas de tratantes de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, principalmente a lo largo del corredor industrial que une a la ciudad de Puebla con Santa Ana Chiautempan, y que cuentan entre sus asiduos clientes a empleados de esas mismas empresas. Aunque las autoridades no lo quieran reconocer, es evidente el vínculo entre la urbanización, la depredación socioambiental y la emergencia de actividades criminales que aceleran, extienden y profundizan la descomposición social y el asedio a las comunidades.
La Cuenca Atoyac-Zahuapan es ejemplo vivo de lo que Rob Nixon denomina violencia lenta (2011): “una violencia de destrucción retardada, dispersa en el tiempo y el espacio, pero que no se ve como tal, porque no consiste en un evento aislado y espectacular, sino en procesos que acumulan, incrementan y propagan sus consecuencias a través de múltiples escalas temporales”. Así, la llegada masiva de la industria trasnacional y globalizada, prohijada por los gobiernos estatales y el federal, desde hace más de sesenta años: 1) descontó a los pobladores originarios de la cuenca como ciudadanos con derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales, y los ofreció como mano de obra barata a la industria; 2) los descontó como víctimas de las decisiones y negligencia de gobernantes y empresarios aliados, quienes convirtieron en política pública —esa sí muy bien coordinada— la impunidad empresarial frente a sus obligaciones laborales, ambientales y sanitarias. En este siglo, esa complicidad ha matado en la cuenca a más de 30 mil personas (es decir, a una persona cada 4.5 horas, de cáncer o insuficiencia renal, lo cual representa un ritmo muy superior a la mortalidad promedio en el país por estas mismas causas); y 3) los descontó como integrantes de culturas poseedoras de historia, proyecto de vida, medios de subsistencia y prácticas éticas, productivas, afectivas y organizativas propias, desarrolladas a lo largo de siglos de cuidado mutuo, de observación y conservación.
La devastación de la Cuenca Atoyac-Zahuapan no es progreso: los empleos en la industria son precarios y mal pagados, incluso por debajo de la mediana del salario nacional, que es de 5 mil pesos mensuales. Las enfermedades crónico degenerativas entre la población local aumentan por su exposición crónica a cientos de variedades de residuos industriales altamente tóxicos, cancerígenos y mutagénicos. Estos compuestos están presentes en los cauces y sedimentos de los ríos, arroyos y canales de riego, en los alimentos, el aire y las tierras de cultivo, emitidos, vertidos o enterrados por las cadenas de valor de las trasnacionales asentadas en ese territorio. Y por si fuera poco, las comunidades aledañas a la industria se ven obligadas a enfrentar, prácticamente solas, la inseguridad y la violencia que esas mismas cadenas de valor atrajeron y que amenazan a los más vulnerables: las niñas y niños.
En Tlaxcala y Puebla, los tres órdenes de gobierno siguen ahora descoordinados para resolver la crisis humanitaria que generó su conducta obsequiosa con capitales que, en sus países de origen, tienen prohibido hacer lo que aquí se les permite. Mientras tanto, aunque las organizaciones de base comunitaria (como la Coordinadora por un Atoyac con Vida) generaron, desde hace años, propuestas para solucionar el problema, la deuda social y ambiental con ellas sigue creciendo. ¿Hasta cuándo? •