Sin ser el proceso del siglo, sus potenciales repercusiones políticas y bilaterales son de suma importancia // La sensación en Nueva York es que está lejos de ser el último capítulo de esta escandalosa historia
Viernes 24 de febrero de 2023, p. 9
Nueva York. Genaro García Luna (el ex funcionario mexicano de mayor rango jamás enjuiciado en Estados Unidos), sentado en la misma corte en que aún está presente el fantasma de El Chapo, volteó a ver por última vez las caras de 12 neoyorquinos anónimos que tenían en sus manos el resto de su vida cuando entregaron la hoja de veredicto al juez.
Hubo silencio absoluto, como si todos hubieran inhalado y aguantaran exhalar mientras el juez revisaba el documento con los cinco cargos criminales escritos y un lugar para palomear si el jurado encontraba culpable
o no culpable
al acusado.
La tensión se elevaba, el acusado se mostraba tenso, su rostro con tintes rojos, su esposa e hijos tomados de la mano en una de las bancas para el público en la parte de atrás de la corte, junto a periodistas, agentes de la DEA y de la fiscalía, y algunos no identificados pero que por sus zapatos boleados, cortes de pelo y posturas físicas no podían ocultar que eran oficiales.
De pronto, el juez frenó todo y declaró un breve receso, el jurado no había palomeado uno de los cargos.
La palabra culpable resonó cinco veces
Minutos después retornó el jurado y entregó de nuevo el papel al juez, quien leyó en voz alta la decisión unánime: la palabra culpable
retumbó cinco veces.
No fue el juicio del siglo
en Estados Unidos. En comparación con el de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, el de García Luna no fue gran nota en este país, casi todos los principales medios nacionales no asignaron a reporteros y sólo registraron la noticia el primero y el último día.
García Luna no tiene un perfil como el de El Chapo –no tiene un papel en una serie de Netflix, ni canciones sobre él, ni una celebridad lo había entrevistado, ni llegaron turistas a verlo en el tribunal–, aunque algunos argumentan que este juicio fue mucho más importante por su impacto político y sus potenciales consecuencias para la relación bilateral.
Sí hubo un poco de teatro y hasta música, algo que uno sólo puede suponer que a veces asombró y aterrorizó al jurado.
Pasó un desfile de apodos de los narcotraficantes que eran testigos cooperantes: El Grande (algunos del jurado se echaron para atrás la primera vez que entró a la sala), El Rey, El Conejo y El Lobo, quienes mencionaban a El Chapo, El Mayo, al Elegante o La Barbie.
Algunos de éstos, mientras trataban de recordar a cuánta gente habían asesinado, torturado o secuestrado, hablaron con enorme orgullo y cariño de algunas de sus pertenencias El Conejo casi lloró al recordar su casa en la Ciudad de México, sus hipopótamos y tigres blancos, pero sobre todo su mascota favorita, un gato persa con ojos azules tan blanco como la cocaína
llamado Perico. Cuando el traductor de la corte le preguntó qué era Perico
, respondió, eso, Perico, como… y mostró un par de dedos llevados a su nariz para indicar inhalar cocaína.
También contaron sobre el rencuentro en una camioneta de prisioneros en Washington entre El Grande y El Conejo, donde el segundo preguntó al primero porqué lo había mandado a matar. “Ay, Conejito, era la guerra, dejemos eso atrás”, respondió El Grande y prometió enviarle grabaciones de canciones que él había compuesto en la cárcel.
El jurado estaba fascinado pero seguramente no sabía qué hacer con esta información.
Vale recordar que los fiscales y la defensa tenían que armar sus casos para convencer a su auditorio principal, el jurado, y no al juez. Por lo tanto, varios de los interrogatorios y contrainterrogativos, fotos y otros materiales estaban pensados como parte del guion tanto de una obra judicial como teatral para persuadir a los 12 integrantes del jurado y sus seis suplentes.
A diferencia del juicio de El Chapo, fue notable el grado de desinformación sobre el proceso que ofrecieron algunos de quienes reportaban el caso. En parte eso era resultado del desconocimiento, pero otra parte era porque muchos dentro y fuera de la corte habían decidido el guion antes de ver la obra, y criticaban que una no se apegaba a la otra. Otros decidieron, sin nada para comprobarlo, que había manipulaciones políticas del proceso.
La desinformación también se debió a la acelerada dinámica para nutrir a las redes sociales. Como no está permitido ingresar a la corte con teléfono o computadora y menos cámaras, cada informador tenía que bajar a una sala de prensa o salir del edificio. Así, con la prisa de nutrir a la insaciable bestia cibernética, se subía información parcial una y otra vez, y frecuentemente se perdió la distinción entre lo inmediato y lo importante.
Eso llevó a varios incidentes desafortunados, tal vez el más peligroso el caso del abogado de defensa César de Castro, quien en un contrainterrogatorio preguntó –citando una entrevista entre fiscales y El Rey Zambada sobre una supuesta entrega indirecta de dinero del cártel al entonces jefe de gobierno de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador. El testigo respondió dos veces que nunca había dicho eso, pero lo que se reportó de inmediato fue que el abogado había buscado acusar a López Obrador.
Eso no sólo detonó una controversia, sino provocó amenazas de muerte al abogado y su familia, y que activistas fuera de la corte le gritaran mentiroso
y abogángster
. Vale recordar que De Castro es un abogado de oficio, o sea, es asignado a casos como éste por el tribunal cuando los acusados afirman no tener recursos para contratar a sus propios abogados, y quien le paga no es el acusado, sino la corte. De Castro no sabía quién era su cliente hasta el mismo día en que le fue asignado su caso.
Todo culminó con el veredicto de 12 personas protegidas con el anonimato y otras medidas de seguridad (tal vez por la presencia de tanta gente peligrosa con muchos apodos).
Cuando el juez Brian Cogan terminó de anunciar el veredicto, tres alguaciles federales se acercaron al ahora convicto en la corte. Éste volteó para enviar un abrazo a su mujer e hijos y fue escoltado al cuarto a un lado de la sala por donde ingresó. Ahí tendría que desvestirse, ponerse su uniforme de reo y despojarse de su traje y corbata tal vez por última vez en su vida. No se espera que sea visto públicamente hasta finales de junio en esta misma sala para escuchar su sentencia, la cual será de entre 20 años de prisión y cadena perpetua.
Pero el juicio quedó inconcluso. Hubo ausentes en el banquillo de los acusados tanto de México como de Estados Unidos. Por lo tanto, se puede (y se debe) suponer que éste no fue el capítulo final de este cuento en ambos lados de la frontera.