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Aspirante a escritor francés
E

l ingreso de Mario Vargas Llosa a la Academia Francesa fue comentado en la prensa parisiense más como un evento mundano que cultural. Su invitación al impresentable Juan Carlos de Borbón, ex rey de España, de acompañarlo durante la ceremonia de ingreso, bajo la cúpula del auditorio, tomó más importancia y espacio que toda su obra literaria en los artículos que le dedicaron los medios de comunicación. Puede señalarse, no obstante y en favor del escritor peruano, que Vargas Llosa es un hombre que sabe demostrar públicamente su agradecimiento, pues fue el sospechoso acusado de corrupción, entonces monarca español, quien le otorgó el codiciado título de marqués.

El autor de Conversación en La Catedral ha ido acumulando premios y honores desde la publicación de su primer libro. Cumbre de esta colección en 2010 cuando recibe el Nobel, considerado el más alto de los galardones literarios, y con cuya atribución habría podido cerrar la lista de condecoraciones. Sobre todo cuando Vargas Llosa conoce el laborioso tejido de intrigas que supone obtenerlo. Labor de relaciones sociales y de poder que poco o nada tienen que ver con la creación de una obra literaria. Ocupaciones minuciosas que apenas dejan un pequeño espacio y un tiempo aún más reducido a la tarea literaria. Intrigas y maniobras, manipulaciones y reverencias, promesas y alianzas, tejemaneje incesante para obtener un voto, una voz, un apoyo. Marcel Proust, con su irónico hastío, relata las piruetas mundanas que se vio obligado a hacer para obtener el premio Goncourt. Pero no cualquier mortal, que se autoproclama escritor e inmortal, se da la libertad y el lujo de narrar las peripecias de un recorrido sembrado de obstáculos para verse recibir la deseada recompensa. En apariencia, coronamiento de una obra literaria; en realidad, reconocimiento y victoria de una postura política, una afiliación a una minoría perseguida, una rebelión ante la injusticia… Nobles motivos y elevadas causas no faltan.

En su discurso de ingreso a la Academia Francesa, la prestigiosa institución fundada en 1635 bajo el reino de Luis XIII, por el cardenal Richelieu, hombre de teatro por sus obras y en la escena política, Mario Vargas Llosa reitera su ambición profunda: Yo aspiraba secretamente a ser un escritor francés. El novelista peruano revela con esta frase su desconocimiento de la lengua española y de su espíritu. Tal vez, de ahí, la acumulación de honores y premios, como si quisiera convencerse de los alcances de su obra, como si dudase de ella y pudiera hallar en estos galardones las pruebas de sus capacidades creativas.

Hace años, tuve la suerte de conversar, aquí y allá en París, con Alejo Carpentier, considerado el último más grande escritor francés en lengua española. El genial escritor cubano dejaba dibujarse en su boca una sonrisa socarrona cuando escuchaba esta frase. Se sabía un verdadero escritor en lengua española. Como tampoco tenía necesidad alguna de sentirse francés para saberse escritor.

En su discurso ante los académicos, Vargas Llosa hace el obligado homenaje a Michel Serres, cuyo fallecimiento dejó vacío uno de los 40 sillones, el cual será ocupado ahora por el autor de La casa verde. Pero más que el elogio de Serres, hace el de Gustave Flaubert, a quien atribuye la invención del narrador silencioso e invisible, Dios Padre, como lo llama él mismo, gracias a cuyo descubrimiento se establece la separación entre la novela moderna y la clásica. Con un tono profesoral con tintes universitarios, lugares comunes y lista nombres de autores conocidos e “ idées reçues” salpican su disertación.

Uno puede preguntarse qué premio buscará ahora Vargas Llosa, a semejanza de un general en busca de medallas que colgarse en el pecho, para tratar de sentirse cercano a Juan Rulfo, a Borges o a García Márquez. Para ello, habría debido saltar ese abismo que separa la fabricación de la creación. Y Vargas Llosa es un excelente fabricante.