La alimentación es fundamental para la vida en sociedad, se sabe que la comida nos nutre, nos cura y también nos enferma, nos une o nos separa, nos permite identificarnos y diferenciarnos unos de otros y por ello existen tantas cocinas como grupos sociales.
Actualmente, las cocinas tradicionales representan un atractivo turístico, particularmente desde el reconocimiento que otorgó la UNESCO a la comida mexicana como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2010, de tal forma que a lo largo y ancho del país, es ahora un motivo para “turistear”, pero también para aprender a vivir mejor.
Las cocinas tradicionales son terruños, personas, sabores, olores y también historias, tiempos y espacios que, pese a su importancia social, cultural y alimentaria han sido desplazadas debido, entre otras cosas, a la suplantación del sistema de valores y la estigmatización de los alimentos “para pobres”. En tan solo 40 años, hemos vivido muchos cambios relacionados con el patrón alimentario, donde los alimentos tradicionales cedieron el paso, tanto en la mesa como en el imaginario de la población mexicana, a los productos ultraprocesados e hipercalóricos. Las consecuencias las sabemos claramente: obesidad y sobrepeso, diabetes, hipertensión, entre otras enfermedades metabólicas que no solo dañan nuestros cuerpos, sino también a nuestras familias, comunidades y sociedades.
La pandemia nos hizo saber de la peor manera, con cerca de 400,000 mil muertes registradas, la importancia del consumo (in)saludable de alimentos; al mismo tiempo nos dio la oportunidad de parar y reflexionar sobre nuestros comportamientos, entre ellos los de alimentación y de viaje. Esta combinación la saco a flote porque tras varias olas de la COVID-19, la vacunación y el hartazgo de estar encerrados, muchos de nosotros nos vimos motivados a buscar nuevos espacios para viajar y re-crearnos, así como nuevas formas para alimentar el cuerpo y el espíritu. Lograr esas metas mientras re-conectamos con otros y con la naturaleza es posible en ciertos espacios rurales, donde existen iniciativas de turismo dirigidas al buen vivir y al bien comer.
Entre esas propuestas se incluyen el turismo biocultural y el experiencial que, cuando son gestionadas por actores locales comprometidos con el agro y la cocina pueden ser verdaderas prácticas lúdicas, a partir de las cuales es posible re-aprender y re-conocer los valores de las cocinas tradicionales y hasta recuperar el gusto por los alimentos de antaño con sabor a leña y humo, con olor a barro y con la intensidad que solo la lentitud del fogón puede dar. En estas modalidades turísticas no solo se trata de comer, sino de re-valorar colectivamente los saberes y sabores, las creencias, rituales y prácticas. Se trata de re-conocer que la tierra nos da vida y nos alimenta, que somos parte de una tradición, y que la cocina, la milpa, el traspatio y, en general, la producción y preparación de alimentos, son parte del mismo espiral de vida que tiene la posibilidad de nutrir y hacer crecer nuestro cuerpo y espíritu.
En Tlaxcala existen dos experiencias turísticas que son ejemplo de esta forma de practicar turismo: Del maíz a la tortilla y Semillas de vida que alimentan el alma; la primera, gestionada en San Pedro Tlalcuapan por el grupo Yoloaltepetl, trata sobre la importancia del maíz en la vida social y comunitaria; mientras que la segunda, ubicada en Huamantla y desarrollada por la familia Esteban Zempoalteca, versa sobre el amaranto, su historia y beneficios. En ambos casos, el visitante puede sumergirse en la ruralidad tlaxcalteca, donde sus anfitriones, desde contextos y narrativas diferentes, ofrecen la misma atención, calidad y calidez, convencidos de que sus alimentos son los mejores. El diálogo creado entre visitantes y anfitriones y el intercambio entre unos y otros, permite conocer las actividades agrícolas como tales, al mismo tiempo que nos recuerda lo que significa el bien comer: producir alimentos sin agrotóxicos, utilizar recetas y utensilios tradicionales o innovadores, pero que mantienen las propiedades de los alimentos. Como visitante, aprendes los beneficios de la cocción lenta y cuidada y sobre todo, re-conoces lo que es hacer comunión alrededor de los alimentos y en familia. Lo que estos grupos comparten con los visitantes es el producto de más de 15 años de trabajo comunitario y familiar, de encuentros y desencuentros, de satisfacciones y restricciones.
En resumen, este tipo de experiencias de turismo en espacios rurales, te permite aprender que la comida es un acto de unión con los tuyos, con otros y con la tierra y no un mero satisfactor para llenar el estómago; además, este tipo de turismo permite reconocer y valorar a los campesinos, a las cocineras tradicionales, a los tlachiqueros y otros oficios que perviven en la ruralidad.
Cuándo tú viajas ¿también alimentas tu espíritu o solo tu cuerpo? •