Micrófono abierto
uenas noches a todos. ¿O son tardes? Lo pregunto porque desde que perdí el trabajo ando muy confundido. A veces no sé ni en qué día vivo y como ya no tengo horarios fijos, me levanto tarde o de plano no salgo de la cama. ¿Para qué? Nada más para caminar y caminar mientras pasan las horas y puedo volver a mi cuarto sin riesgo de encontrarme con la portera y que me diga: No se le olvide que ya estamos debiendo cuatro rentas.
Sé perfectamente cuánto debo y que es obligación de Pascuala recordármelo, pero lo que no soporto es que me diga eso de que estamos debiendo, porque ella no tiene ningún derecho a compartir mis cosas, aunque me conozca desde hace años y me rente uno de los cuartos de arriba. Lo hace sin pedirle permiso al administrador, según ella para que no me hagan firmar contrato, pero estoy seguro de que lo hace para quedarse con el dinero de la renta.
I
Vivir en un cuarto de azotea tiene muchas ventajas: los vendedores no van hasta allá para ofrecerte servicios funerarios, no tienes que abrir el zaguán cuando algún tarado pierde la llave y, lo mejor de todo, no necesitas andar buscando una buena azotea desde donde arrojarte cuando quieras abandonar este valle de lágrimas.
Además, no corres el peligro de que subas a la disimulada a un edificio, un perro te delate con sus ladridos y los vecinos vayan corriendo a ver por qué tanto escándalo. Cuando te descubran, te acusen de ladrón y entre todos te den una madriza de aquellas, si no es que llaman a una patrulla y, entonces sí, ¡cuidado!
No estoy inventando. A un conocido mío le sucedió eso, y ya se imaginarán que nadie le creyó cuando dijo que él no había subido para robar, sino para suicidarse. Al final de cuentas no pudo cumplir sus planes, acabó todo golpeado y con una tremenda mordida que le dio el perro en una nalga. Por vivir donde vivo, al menos eso no me sucederá pero, ¡quién sabe!, porque cuando uno la trae chueca le cae todo lo peor.
II
Aunque parezca mentira, no hacer nada cansa mucho. Cuando me agoto por ir de un lado a otro sin qué ni para qué, busco una banca donde sentarme. Mientras me repongo veo a la gente que pasa y oigo, sin proponérmelo, todo lo que dicen por sus celulares. La verdad, me entero de cada estupidez que acabo preguntándome si los inventores de las celulares se habrán quemado las cejas durante años para que su descubrimiento sirva para que la gente diga: Quihubo güey
. ¿Qué onda güey
. “No mames, güey…” ¿Me lo juras, güey?
Por cierto, antes de que se me olvide, les cuento que en mi casa me enseñaron que es malo jurar, por eso les juro que sólo una vez juré; lástima que no me haya servido de nada: el dueño del molino me corrió delante de los demás trabajadores. Les juro que ha sido uno de los peores momentos de mi vida.
III
Sea como sea, disfruto mis descansos callejeros, pero no tanto como debería, porque a cada rato pienso que necesito tener cuidado para que no se me haga tarde. ¿Tarde para qué, güey? Si no hay adónde ir ni nadie que te espere
, me digo, pero de todas maneras me levanto y finjo que tengo que apurarme para no dar motivo de que Tadeo me diga: Zambrano, ya no puedes entrar
, y me cierre la reja en las narices. Lo hizo en varias ocasiones y eso me encabronaba mucho. Un día de estos vuelvo a la fábrica y se lo digo, aunque sea nada más para sacarme la espinita.
Pero, bueno, les cuento esto porque no se me ocurre nada más. Comprendo que no soy hábil para esto y que no debí venir, pero me convenció una vecina. No digo su nombre por respeto a su privacidad, pero más bien para que no haya ni la mínima posibilidad de que su galán se entere de que ella viene algunos jueves, día de Micrófono abierto, y habla de sus problemas aunque sepa que tal vez a nadie le interesan.
IV
A lo mejor ustedes no lo entienden porque no lo han vivido, pero es cierto que cuando uno se queda sin chamba, aparte del sueldo, lo pierde todo; se le desordena la vida y ya no tiene seguridad en uno mismo, no quiere que la gente lo vea, se aísla hasta que llega el momento de que tanta soledad lo sofoca y tiene que hacer algo antes de que se asfixie.
Un domingo que me sentía muy deprimido y empecé a pensar en cosas feas, negativas, creí que si me quedaba en el cuarto iba a cometer una barbaridad y mejor me salí. Caminando encontré un restorancillo, entré muy decidido y me senté sólo para verme rodeado de gente. Enseguida se acercó una empleada a preguntarme qué iba a tomar, y como me acordé que no tenía un centavo, le dije que por el momento sólo un vaso de agua, porque estaba esperando a mi pareja y que ella prefería que ordenáramos la comida juntos.
Desde luego, mi pareja no existía, pero para hacerla más real ante la mesera la llamé Aída –nombre que me recordaba a la única novia que le cayó bien a mi madre como para que nos casáramos. También lo pensé, pero no pude realizar mis sueños porque Aída huyó con su medio hermano. Mi madre dijo que, en castigo por haberme traicionado, Aída iba a tener hijos con rabo de puerco. No sé si eso habrá ocurrido, pero lo cierto es que a mí, desde entonces, se me puso la cara de pendejo. Para ocultarlo, según yo, me dejé crecer la barba y ahora sigo teniendo cara de pendejo, pero más respetable.
Escucho risitas por allá atrás. ¡Qué bueno! Con eso me salvaron de que el maestro de ceremonias, o como se llame, empezara a prender y apagar las luces, lo que significa dos cosas: que ya te alargaste mucho y tienes que cortarle o que estás aburriendo al público y que te bajes… ¿Ven? Alguien está manipulando las lucecitas, como quien dice: chato, ya párale.
Está bien, me voy; pero antes, como prueba de mi agradecimiento por la atención que me brindaron, quiero hacerles notar que hay una cosa que los hará felices: no ser yo. Un pobre diablo que no tiene compañera, trabajo, ahorritos ni nada en qué caerse muerto, pero en cambio tiene todo el tiempo del mundo. Dicho lo anterior, me despido. Con permiso, voy a pasar… Ay, me tropecé con un paraguas. ¿De quién es? No vayan a responderme como la del chiste: De uno que también olvidó sus pantalones.
Oigo risas, pero ya no cuentan a mi favor porque ya me apagaron el micrófono.