ucho nos queda por entender y aprender de las duras y hasta crueles experiencias sufridas desde la Gran Recesión
de 2008 coronada, hasta ahora, por la pandemia que estallase en 2020 y obligara al mundo a cerrar su economía para evitar un descalabro mayor.
Por lo pronto, el apocalipsis pregonado por muchos no ha llegado y, sorpresivamente, hemos podido apreciar la existencia de reservas técnicas y políticas en varias sociedades y Estados, así como algunas disposiciones sociales a cooperar y seguir ciertas pautas colectivas que varios daban ya por periclitadas al calor de la fiebre individualista neoliberal que ha imperado en buena parte del mundo.
Sin embargo, como nos lo advierte el economista Paul Krugman, también debería estar claro que la economía del siglo XXI no es tan robusta como se creía y que en sus volteretas puede dar lugar a fenómenos que se daban por contenidos, en buena medida, como las inflaciones o el derrumbe de cadenas de suministro que hasta ayer se veían como inconmovibles.
Igualmente, las tormentas que han caído sobre el mundo nos enseñan que solamente es posible enfrentarlas si, y sólo sí, hay visiones y convicciones comunes, así como una riqueza que compartir, para que sean base de una suerte de resurrección de Hobbes y redescubrimientos del Estado para evitar caer en el estado de naturaleza que el sabio inglés estudiara.
Frente a la probabilidad de nuevas avalanchas de contagio, con fallas mayores y menores en la política, la economía y los Estados y con mayores evidencias de una nueva recesión global, que reforzaría las tendencias corrosivas que parecen haberse apoderado del presente y del porvenir, es crucial el mando unificado y legítimo tanto como el apoyo en el conocimiento científico y tecnológico. Conocimiento y redescubrimientos que, sin embargo, enfrentan la diseminación del pensamiento irracional que no sólo acosa a la ciencia y sus aplicaciones, sino que también niega, y reniega, de la necesidad de la política democrática y, en cambio, pondera los usos de las varias modalidades autoritarias encarnadas por los capitalismos con partido de Estado
, como China que ahora busca enmendar sus tremendos errores de política y recuperar su adolorida economía, o el imperio de personalidades dictatoriales como en Hungría o Turquía y que, en nuestro continente, reivindican tanto los golpistas de Trump y los brasileños, como la parejita nicaragüense siniestra
y el destructivo Maduro en Venezuela.
¿Y nosotros? Por un lado, la dirigencia del Estado no parece haber tomado nota de esas grandes tendencias disruptivas globales que subyacen a las pulsiones recesivas, corrosivas de la convivencia y enemigas del bien común como objetivo unificador. Sus repetidas presunciones sobre la fortaleza de la economía que hacen equivalente a la del peso, sin que haya secretario que se atreva a enmendar tal entuerto, nos hablan de una incomprensión supina de la enorme dificultad que supone el manejo de la economía. Su negativa a discutir y deliberar, los empareja con esas inclinaciones negacionistas y aislacionistas propias de los autoritarismos, y sus ataques a las comunidades académicas y científicas no pueden sino reforzar el encierro en sí mismos.
La nueva llamada de Joe Biden y Justin Trudeau sobre el lugar decisivo que la energía tiene, continúa sin ser tomada en cuenta en Palacio, y todavía está por verse el compromiso que dice tener el gobierno con la construcción de un estado de derecho cuando éste se ve erosionado hasta el tuétano por la corrupción y el embate permanente del crimen. Lecciones que ni parecen estar en el currículo gubernamental escolar ni pasaríamos en un examen a título de suficiencia.
Mala hora; nos queda evitar que se vuelva mal año y ominoso horizonte. Y defender la política democrática.