Hablar de justicia agraria es pensar en los despojados, en los engañados, en los explotados, en los masacrados y en quienes han perdido la vida en su lucha por la tierra.
Octavio Paz Solórzano, afirmó que la espada del conquistador pudo destruir la estructura política de nuestros pueblos ancestrales; derribar sus templos, aniquilar ídolos; pero no pudo abolir el espíritu comunitario de los calpullis, ni su amor a la Madre Tierra…
Los indios no sólo fueron despojados de sus tierras, sino que fueron reducidos a la condición de esclavos y a lo que pudiera calificarse como un etnocidio.
Los encomenderos, el clero y las clases privilegiadas arrebataron sus tierras a los indios a lo largo de tres siglos. Por eso la lucha contra la esclavitud encabezada por Miguel Hidalgo se articula con la conquista de territorios y el agrarismo de José María Morelos.
Ante la inicua acción de concentrar la tierra en unas cuantas manos durante porfiriato, fue el combate de los peones contra los latifundios y las haciendas, la lucha de los pueblos y la rebeldía del campesinado, lo que dio origen al moderno agrarismo mexicano.
Los pueblos originarios resistieron frente al concepto individualista de la propiedad impuesta por los invasores españoles; los virreyes tuvieron que expedir títulos en los términos que exigían las comunidades indígenas. Esta fue la primera forma de propiedad social de la tierra que perduraría hasta nuestros tiempos.
La propiedad social de los pueblos fue reconocida y reivindicada por el Plan de San Luis en 1910 y de manera más contundente y central por el Plan de Ayala en 1911; Carranza quiso legitimarse ante los campesinos con el Decreto del 6 de enero de 1915. Pero fue, sin duda, la Constitución de Querétaro de 1917, la que gracias al aporte de los próceres agraristas y a los zapatistas aun en armas, la que dio sustento y solidez al paradigmático agrarismo mexicano.
Después del gran hito del agrarismo cardenista, las siguientes acciones gubernamentales, desde Manuel Ávila Camacho hasta Carlos Salinas de Gortari fueron regresivas y contrarias al espíritu zapatista y del Constituyente de Querétaro. La política agraria salinista abrió las puertas al neoliberalismo y a la privatización de la tierra en México, pretendiendo con ello la extinción del ejido. Contra los vaticinios de algunos intelectuales de derecha sobre la desaparición del campesinado, podemos afirmar que “los muertos que vos matáis gozan de cabal salud”.
En efecto, en los últimos 50 años vive un movimiento campesino que, tras romper las ataduras del corporativismo oficial, ha contribuido a la solución de conflictos agrarios, a la organización de los productores y a la soberanía alimentaria en nuestro país.
Es por lo anterior, estimados amigos y amigas agraristas, que no vengo a celebrar los 30 años de la Ley Agraria salinista, que fue un retroceso para la justicia agraria. Vengo a hacer un reconocimiento del esfuerzo de tres décadas de trabajo de los magistrados y magistradas de los tribunales agrarios; y vengo a celebrar los 120 años de lucha agraria, que, gracias a los grandes pensadores y luchadores agraristas, nos dotaron de leyes que, a diferencia de muchos países, han protegido la propiedad social de la tierra. Esa lucha en México ha costado mucha sangre desde la revolución de 1910, hasta las luchas agrarias posrevolucionarias.
La reforma salinista sentó las bases para fortalecer los derechos individuales y debilitó el derecho social a la tierra con una clara tendencia hacia su privatización. Hasta 1992, los gobiernos posrevolucionarios habían entregado a cerca de 3.5 millones de campesinos 103.2 millones de hectáreas (52 % del territorio nacional) que conformaban 29,983 núcleos agrarios. Actualmente, el número de núcleos agrarios aumentó a 32,214 (29,203 ejidos y 2,411 comunidades), mientras que la extensión de tierras ejidales y comunales se redujo (de 103.2) a 99.6 millones de hectáreas (50.7 % del territorio nacional).
Para 2010, habían pasado a dominio pleno 177 mil parcelas; actualmente (2022) el Registro Agrario Nacional registra 329,737 parcelas convertidas a dominio pleno que representan 3,909,766 hectáreas restadas a la propiedad social.
En 1992, el número de sujetos agrarios usuarios de los servicios de inscripción y registro (ejidatarios, comuneros, posesionarios y avecindados) aumentó de 3.5 millones a 5´040,075 correspondientes solamente a los núcleos certificados. Si agregamos los ejidatarios y comuneros de los núcleos agrarios no certificados (348,187) según datos actualizados del RAN, el número de sujetos agrarios asciende a 5’388,262.
Las acciones jurídicas que han incrementado la carga del rezago a partir de la reforma de 1992, han respondido a la nueva naturaleza y perfil del conflicto agrario; son las sentencias dictadas por los tribunales agrarios, así como por los órganos jurisdiccionales del poder judicial (juzgados de distrito y tribunales colegiados), las cuales, desde entonces a la fecha, han registrado un crecimiento exponencial, enfrentando un importante rezago, el cual para abatirlo exige un trabajo conjunto y solidario de las diferentes instituciones gubernamentales que actúan en el sector.
Con todas las imperfecciones y ataques a la propiedad social de la tierra, ésta todavía representa la mitad del territorio nacional. Se trata de un patrimonio colectivo y estratégico que es necesario cuidar y fortalecer pensando en las presentes, pero sobre todo en las futuras generaciones.
Después de tres décadas de abandono, el ejido y la comunidad están de pie, pero necesitan recuperar su papel como “sujetos de derecho” en su condición dinámica y en sus potencialidades sustantivas para el desarrollo “desde abajo. La justicia agraria exige adecuar las leyes a los nuevos tiempos, impulsar programas que se articulen para un desarrollo integral y sustentable. Se requieren programas que aseguren la producción de alimentos para el pueblo, pero también el bienestar para los campesinos y los pueblos indígenas.
Ya se escuchan las voces que atisban un nuevo agrarismo; el gobierno de la 4T implementa planes de justicia para los pueblos yaquis, para los pueblos lacandones y otras comunidades indígenas. Los ejidatarios y los comuneros con sus comisariados al frente ya no van tras la dádiva electorera, van hacia los cambios anunciados por el Presidente AMLO, comenzando por la democratización de los ejidos, rescatando el asambleísmo, la producción colectiva y combatiendo la corrupción.
Un nuevo movimiento agrarista está presente. Por ello, podemos gritar, como lo hemos hecho por décadas:
¡Zapata vive, la lucha sigue…! •