l presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, calificó a la ultraderecha como un nuevo monstruo
al que es necesario encarar y derrotar tanto en su nación como a escala global. En una ceremonia efectuada en el Palacio del Planalto, sede del Ejecutivo asaltada y vandalizada el domingo 8 por incondicionales de su predecesor, el fascista Jair Bolsonaro, Lula llamó a enfrentar el surgimiento de una extrema derecha fanática, rabiosa, que odia todo aquello que no combina con lo que piensa
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El líder histórico de la izquierda electoral brasileña destacó que no basta con vencer a los radicales en las urnas, pues también ha de triunfarse sobre el odio, la mentira y la desinformación que las figuras de la nueva ultraderecha han sembrado en amplios sectores de la sociedad.
El desafío es supremo, ya que en su ascenso las fuerzas reaccionarias han barrido con los fundamentos de la democracia e incluso con un piso mínimo de civilidad. Destaca que Lula localice el origen del odio que carcome a su país en la negación de la política
: en efecto, demonizar a los partidos políticos y a toda organización que plantee reivindicaciones colectivas (en particular, los sindicatos y las comunidades) es parte central del discurso neoconservador, el cual apunta a la atomización, el individualismo autodestructivo y el desdibujamiento o la cancelación de los espacios en los que son posibles el debate de ideas, el contraste de puntos de vista y la construcción de consensos.
Así, los nuevos movimientos y agrupaciones de la reacción abonan a una polarización fundada no en antagonismos reales, sino en fobias y prejuicios ante todo lo que se percibe como amenaza a unos intereses que, para colmo, están distorsionados por la manipulación de demagogos, como el propio Bolsonaro, Donald Trump, el español Santiago Abascal, Le Pen (padre e hija) en Francia, el colombiano Álvaro Uribe, los bolivianos Jeanine Áñez y Luis Fernando Camacho (ambos presos por su papel en el golpe de Estado de 2019), el guatemalteco Alejandro Giammattei, el chileno José Antonio Kast y la clase política de esa nación adicta al pinochetismo, entre otras figuras, que tampoco faltan en México.
Para explicar la proliferación de este tipo de personajes en América Latina no puede pasarse por alto la complicidad de gobernantes estadunidenses y europeos. Aunque muchas veces no comulgan con las posturas cavernarias de las derechas latinoamericanas en temas como los derechos de las minorías, los temas de género, la protección del medio ambiente o incluso la sobrexplotación laboral, los líderes occidentales las aúpan al poder o les brindan un apoyo inestimable, ya sea por su fobia patológica a todo lo que en su estrecho entendimiento parezca socialismo o por apuntalar sus propios intereses geopolíticos y las ganancias de sus corporaciones trasnacionales. Otro tanto puede decirse de los medios que oficialmente repudian los ataques a las estructuras democráticas y los derechos humanos, pero están prestos a respaldar a quien más favorezca el lucro de sus empresas matrices.
No debe subestimarse el riesgo que esas ultraderechas suponen a uno y otro lado del Atlántico. En Estados Unidos mantienen en jaque a la institucionalidad desde 2008, cuando encontraron su bandera en el sabotaje sistemático a la presidencia de Barack Obama; en Italia ya gobiernan con una agenda xenofóbica y machista (pese a que su actual líder es una mujer, Giorgia Meloni); en España han accedido al poder regional de la mano de la derecha pretendidamente moderada del Partido Popular, y podrían estar cerca de ingresar a La Moncloa gracias a sus pactos con esta formación; en América Latina han depuesto gobiernos democráticos, en Honduras (2009), Paraguay (2012), Brasil (2016), Bolivia (2019), Perú (2022); además de intentonas fallidas en Ecuador y Venezuela (en ésta, repetidas veces). Estos golpes de Estado en el subcontinente han sustituido los tanques de antaño por una combinación de conspiraciones judicial-legislativas con campañas auténticamente goebbelsianas de manipulación mediática que azuzan el odio de sectores de la población proclives al clasismo y el racismo, de manera no distinta a la permanente difamación, difusión del odio e inducción del pánico por parte de una oligarquía que no se resigna a haber perdido el control de la Presidencia en México.