Economía
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De recesiones y cambio climático: la quinta
A

batir los efectos del cambio climático exige un compromiso social fundamental. No sólo gubernamental ni de políticas públicas adecuadas e integrales. Pero –por favor– no olvidemos el imperativo previo: abatir desigualdad y pobreza, más todavía la pobreza extrema.

Esto supone una política de largo aliento y gran profundidad.

Largo aliento, porque exige acciones integrales continuas y continuadas, pues es muy complejo abatir a corto plazo la vergonzosa desigualdad y, más aún incrementar sustantivamente los ingresos de quienes no los tienen o no resultan –según reza la Constitución– suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos.

De gran profundidad porque las características de nuestra desigualdad y pobreza actuales requieren esfuerzos extraordinarios. ¿Una de sus características?, la excesiva concentración del ingreso. Sí, de casi 40 millones de hogares (la tercera parte encabezados por mujeres), 20 por ciento (8 millones) concentra 50 por ciento del ingreso monetario y el 80 por ciento restante (32 millones) la otra mitad.

¿Otra característica?, la baja participación de las llamadas remuneraciones a los asalariados, ingreso fundamental de los hogares. En los últimos 20 años, estas remuneraciones han sido del orden de sólo 27 por ciento del producto interno bruto (PIB). Subirían de 8 a 10 puntos porcentuales, a 35 o 37 por ciento del PIB, si sumamos el gasto público en bienestar, educación, salud y seguridad social y cultura, también de los últimos 20 años.

¿Una característica más?, la población actual, del orden de 130 millones, en la que 25 por ciento son niños menores a 15 años y 12 por ciento adultos mayores a 60 años. Este grupo exige respaldo económico y social del restante 63 por ciento de la población, la cual, en algunos casos, por cierto, no tienen empleo o tienen una ocupación muy precaria.

Además –según estimaciones oficiales–, en pocos años (2050) tendremos una población no menor a 200 millones de habitantes, ya sólo con 21 por ciento de niños menores a 15 años, pero con 21 por ciento de adultos mayores a 60 años. Esto exigirá que la población restante –de ya sólo 58 por ciento, no 63 como hoy– deberá sostener a 42 por ciento complementario de niños y adultos mayores. Así como –igual que hoy lo hace– a quienes no tengan empleo o sólo tienen esa ocupación precaria, sin beneficios sociales.

En el caso de las pensiones universales, por ejemplo, esta dinámica poblacional exigirá que los recursos públicos se incrementen 3.6 por ciento al año, sólo por expansión de la población adulta mayor, pero también –suponemos– al menos al ritmo de inflación, tres por ciento, por ejemplo. En conjunto, exigirían un incremento de no menos de 7 por ciento al año.

Así, el monto destinado a esta pensión universal se incrementaría siete veces para 2050, parte del aumento descansará en el crecimiento económico y parte en el alza de impuestos por cambios fiscales o, eventualmente, en más ahorro de las personas. No parece haber otras alternativas.

Todo esto exige una reflexión cuidadosa y sin duda la evaluación y el rediseño de las políticas públicas de largo aliento y de profundidad, no sólo en el rubro de bienestar, sino en salud y seguridad social, educación y cultura.

Podríamos añadir el de medio ambiente para abordar –como lo haremos luego– el combate a los efectos del cambio climático, por eso no hay peor enfermedad social que una economía en recesión, que impide dar sustentabilidad a estas acciones. Más enferma aún si no redistribuye el ingreso y todavía más si los recursos púbicos no sólo se operan con máxima pulcritud y transparencia, sino también con gran eficiencia, aspectos que también deben ser evaluados constantemente. De veras.