e nada en la vida estuvo más orgulloso Joseph Roth (1984-1939), el célebre y trágico autor de La marcha Radetzky (1932), que de su servicio de militar en la Primera Guerra Mundial en las filas del ejército de su amada Austria-Hungría. Después de la guerra decía que era un teniente, que ha sido capturado −por los rusos− y que escapó. A menudo llevaba una medalla que −según él− ganó por heroísmo. Bien hasta finales de los 30, un año antes de su muerte, en uno de sus famosos feuilletons se ufanaba de ello, reprochando al nuevo gobernador nazi de la incorporada al Tercer Reich Austria −diseminando algo que hoy llamaríamos fake news− falta de un expediente semejante
, aunque aquel era un conocido héroe de guerra del mismo ejército imperial y real ( k.u.k.) (J. Roth, On the End of the World, 2013, p. 41 y 97). En realidad, según sus biógrafos, Roth embelleció
bastante a su carrera: a lo mucho estuvo un par de veces en el frente, la medalla probablemente se la compró después de la guerra y se la pasó detrás del escritorio censurando las cartas que sus compañeros escribían desde las trincheras.
No deja de ser una curiosidad que justamente por aquellas fechas Marc Bloch (1986-1944), eminente historiador francés y uno de los fundadores de la Escuela de los Annales −y verdadero héroe de guerra: el grado de capitán y seis medallas (¡sic!)−, escribía uno de los primeros estudios sobre las fake news, también con base en su experiencia militar. Para él, las noticias falsas y las teorías de la conspiración siempre requieren condiciones sociales específicas para propagarse, como en el caso de una sociedad sumergida en guerra o una recién salida de ella. En caso individual de Roth sus embellecimientos
−mitomanía
dirían otros− claramente fueron un modo de superar al trauma de la repentina desaparición de su
mundo (la monarquía dual austrohúngara) y las penurias del exilio forzado (el mismo día que Hitler tomó el poder, Roth abordó un tren a París).
Igualmente el trabajo de censor que hacía, tal vez no era heroico, pero importante. Y a la vez lleno de ambigüedades. Bloch, que luchó también durante la invasión de Francia en 1940 −Perry Anderson no perdió la ocasión de acusarlo una vez de “haber estado ‘intoxicado’ por el patriotismo que lo cegó como un historiador” (sic) (bit.ly/3WJcwoN)−, luego se enlistó en la resistencia y acabó fusilado por los nazis, así lo ponía en su estudio: “el papel de la censura fue considerable. No sólo amordazó y paralizó a la prensa durante todos los años de guerra. Su intervención, sospechosa aun cuando no se había producido, nunca dejó de hacer inverosímiles, a los ojos del público, incluso los informes veraces que permitió filtrar. Como bien lo expresó un humorista: ‘prevalecía la opinión en las trincheras de que cualquier cosa podía ser verdad excepto lo que estaba permitido en forma impresa’” ( Reflections of a Historian on the False News of the War, 1921). Lo mismo seguramente aplicaba a las cartas de los soldados.
La Primera Guerra Mundial, igual tiene razón Shlomo Sand, un reconocido historiador israelí, ha sido uno de las primeros momentos en la historia en el que la gente común, tras haber aprendido a leer y escribir en buenos números −y, a fin de superar el distanciamiento con sus familias, a escribir sobre sí mismos−, dejó finalmente una considerable cantidad de testimonios. Para Sand, que igualmente invocó a Bloch y su carrera militar, era un pena que él, consciente que hasta ahora la reconstrucción del mundo de abajo
dependía de los conceptos y datos producidos por los de arriba
, no se puso a leer y descifrar este mundo con base en aquel material ( Twilight of History, 2017, p. 168-169).
Sea como fuere, en las siguientes décadas con la aparición del teléfono, del Internet y de las redes sociales, las cosas cambiaron considerablemente. Si bien hoy, como apuntaba Sand, los servicios de inteligencia, tanto en tiempos de paz como en guerra, interceptan millones de conversaciones y preservan sólo algunas, éstas no necesariamente tendrían que ser de interés del futuro historiador. Pero, por ejemplo, captada por los servicios ucranios y publicada recientemente por The Guardian serie de conversaciones de los soldados rusos con sus familias igual podría parecer atractiva, aunque difícilmente sorprende (bit.ly/3GIVzoP).
Más que nada, confirma el panorama general de esta guerra: el desdén del ejército ruso a la vida de sus soldados (dejan que nos masacren
), falta de suministros (“nos dan una mierda, sacamos agua de los charcos…”) y falta de entrenamiento al usar los celulares privados prohibidos y pasados a las trincheras, proporcionando datos personales, ubicación, tipo de armamento, etcétera (aparentemente en esto los soldados ucranios están mejor disciplinados). A este tipo de fugas
, ni la censura de Roth, nacido al borde del imperio, parte del territorio cambiante que más tarde sería Polonia y ahora es Ucrania −en Brody, cerca de Lwów (o más bien Lviv)−, ayudaría. En los primeros días de guerra cuando los rusos pensaban estar en Kiev en tres días
−los alemanes en 1914 pensaban lo mismo sobre París antes de que el conflicto en el Oeste se estancara por cuatro años− hasta los generales usaban frecuencias de radio abiertas captadas por cualquiera. Al menos en esto, parece, hubo un avance. Pero mientras tanto toda la guerra −llevada a cabo también con el intenso uso de las fake news por ambas partes− descendió a las trincheras reminiscentes literalmente de la Primera Guerra Mundial (bit.ly/3GMrkxa).