amino a Pa’Chan, la ciudad del cielo hendido, el río de los Monos se alebresta de tanta agua que baja crecida de las montañas de Petén y Alta Verapaz, inundando la frontera de los cocodrilos y los monos que son sello de su permanencia. A los siglos les ha dado igual todo el tiempo, suben y bajan las aguas siempre turbias pero los destellos del sol las vuelven argénteas. Amanece de repente. La barca, el río, el viento fresco y el tiempo avanzan rapidísimo adonde se hallan los siglos detenidos en el lugar del desembarco.
La vegetación ribereña es una, manto verde sin fisuras que envuelve al bosque y se esculpa en figuras fantásticas, como cuando uno ve caballos o dragones en las nubes. En la orilla opuesta aparece de pronto una calavera feroz, clarito se le mira unos instantes y se desvanece en el movimiento de la lancha.
Inútiles por siglos son los pasadizos y cámaras oscuras poblados por murciélagos dormidos e inmensos vinagrillos de patas como grietas sobre la piedra oculta de los mayas. Su arco arquitectónico, armónico a los ojos pero imperfecto, conduce como canal de parto a la plaza que fue tanto festiva como aciaga hace mil cuatrocientos años más o menos. De la que nos salvamos.
En un dintel asoma abrupta una calavera idéntica a la que esculpió la maleza atrás en el río. Sólo que ésta es eterna y no figuración o espejismo. En estelas y dinteles que salen al paso asoman señores, y también señoras, entregados a la Visión de la Serpiente, el autosacrificio y la mutilación se dice que ritual pero quizá también culpable. ¿Era el ocio aristocrático lo que les permitía tales castigos sacramentales, cuando al mismo tiempo se teñían las manos con la sangre de sus enemigos? Presas de la egolatría, sus nombres aludían a los verdaderos sueños de la selva, en creencia de que llamarse Jaguar, Lagarto, Ave del Pantano o simplemente Pájaro los convertía en esos animales superiores a ellos con todo y sus cetros y condecoraciones de jade.
Las altas crestas geométricas y vacías, copetes del ornato palaciego, arriba en la loma imponen edificios piramidales, conjuntos habitacionales, pórticos y crestería delirante.
No dejan de aullar o rugir los negros saraguatos, los únicos que nunca dejaron Pa’Chan, antes bien regresaron cuando la gente abandonó el sitio. Rodeados por el agua del río de los Monos, amates, ceibas y algún caobo, cargados siempre de orquídeas y bromelias, así como cambures entre la floración y la podredumbre, acunan bestias humanizadas o viceversa en las piedras que quedan, donde aparece ricamente ataviada la desnudez de la carne.
Cuanto aquí se ve, y lo que ya no se verá nunca más, debió estar pintado en colores vivos y deslumbrantes. Polvo de aquellos fastos y regalos a la vista, las piedras dialogan si acaso con el musgo y la carroña incesante. Hasta acá llega su grito callado.
Incapaces de disputar el territorio a los jaguares y la prole de su paraguas biótico, señores y súbditos dieron en formar ejércitos y salir a matar floridamente a sus vecinos o quedar con el cráneo machado en el intento. Pa’Chan y otras ciudades como ésta quieren mostrar la derrota de los otros, no la propia. Sólo hablan de victorias. Han de ser sus estatuas decapitadas las que cuenten la otra historia.
Como todos los ejércitos imperiales que son y han sido, nunca comprendieron que su derrota eran las guerras. Todos perdían, quienes mataban y quienes morían. La selva cansada de ellos se vengó y los devoró enteritos.
Yaxchilán, Chiapas, diciembre de 2022