Opinión
Ver día anteriorLunes 26 de diciembre de 2022Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las apariencias engañan
P

ara empezar, debo admitir que para escribir las líneas que siguen me permití caer en la tentación de dejarme ir por los juegos de la reflexión y del razonamiento, a ver si lograba, me propuse, ser lógica mediante estos ejercicios, lógica más que veraz. Así, si no es mucha exigencia de mi parte, pediría al lector que no tomara lo que voy a exponer más que en términos, diré, traviesos, casi para fastidiar que para continuar, como he hecho tantas veces, con la experiencia de abrir mi corazón, de mostrarme tal cual soy, como si esto mejorara mi desolación permanente, como si me fuera a sacar de ella, como si, según me dicen mi familia, mis amigos, mis conocidos, el que me conoce porque me ve con frecuencia (un mesero, un barista, según llaman a los jóvenes que atienden en el café Starbucks) y, sin falla, alcanza la conclusión, por bien intencionado, de celebrar lo bien que me veo, lo estupendamente bien que me veo, cada día mejor, etcétera, lo que a mí me orilla a insistir en aquello de a qué grado es cierto el lugar común que afirma que las apariencias engañan.

La verdad es que, desde que murió Vicente, su ausencia me hace no aguantar vivir y, físicamente, esto se corporeiza en la realidad de lo mal que me siento, al grado de que me pregunto a mí misma, a solas, por supuesto: y, esta inestabilidad al caminar, y mis temblores (en las piernas, en las manos, en los dedos), mis mareos (que llegan a tirarme por el suelo), ¿son reales o los estoy creando para llamar la atención, y, de alguna manera, sentirme acompañada, a pesar de que solamente sea por mí misma? Y, perdóname, Vida, pero sólo tú sabes que no se trata de fingimiento ninguno, de que se trata no sólo de una realidad, sino de mi realidad, lector mío, se trata de mi realidad.

Sé muy bien el esfuerzo que me toma levantarme cada mañana, enfrentar el día y, ciertamente, arreglarme para verme lo mejor que pueda; pero, ¿es posible que ni siquiera mis médicos (que son tres, a los que veo periódicamente cada cuatro meses y desde hace años (a uno de ellos, que además de especialista es médico general, lo veo desde hace 30 años), lo que me orilla a llegar a la conclusión de a qué grado es ineludiblemente cierto que las apariencias engañan.

Sé con qué ansiedad, y, al mismo tiempo, determinación, hago un enorme esfuerzo por levantarme cada mañana, enfrentar el día y, ciertamente, arreglarme y verme lo mejor que pueda. Pero, ¿será posible que ni siquiera mis médicos (desde hace años veo periódicamente cada cuatro meses a cada uno de ellos, el endocrinólogo, el cardiólogo, el oncólogo) acepten lo mal que me siento, por mejor que luzca?

El jefe de meseros de un restaurante que frecuento en la avenida Altavista, y la gerente, me conocen sin saber nada de mí. La prueba es que hoy, por ejemplo, después de comer, después de dos copas de vino, me ofreció una tercera, antes del café de rigor. Algo extrañada, acepté, ¡cómo no! (Y, aunque contradiga el título de estas líneas, pues parecería que las apariencias sí engañan, esto no es porque padezca alcoholismo, pero sí padezco buena educación; es decir, me pregunto con tanta frecuencia: ¿qué pensaría mi mamá si yo no aceptara un ofrecimiento tan bien intencionado?) Sólo que al ver la cuenta a la hora de pagar advertí que sólo pagaba la comida, el café y únicamente dos copas de vino. “La tercera –me dijo él– corre por mi cuenta; usted es una clienta a quien apreciamos mucho en este restaurante, así que por favor, acepte”.

Lo que digo, supongo, es que si de verdad estuviera tan devastada como sostengo estar, no sólo no me levantaría cada mañana, ni probaría absolutamente nada de comer ni beber en 24 horas ni en las sucesivas, ni tampoco ninguno de los 21 medicamentos cuatro veces al día que tomo (en ayunas, tres; con el desayuno, cuatro; con la comida, cuatro; con la cena, nueve). La mía sería una muerte por omisión, ¿no es así? Aunque admito que lo que me detiene de tomar esta decisión es pensar en que, para terminar con mi vida, lo único que lograría quizá sería perder la razón, o quedarme paralítica, o muda, ciega, sorda, sin olfato, sin gusto ni siquiera por la saliva, durante los años que buenamente me concediera la Vida.

En cambio, si mi muerte fuera por comisión, lo que debería hacer sería pecar al tomarme los 21 medicamentos de un jalón, sin agua, y atragantarme.