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Mar de Historias

La espera

Q

uina, ¿recuerdas cuánto trabajo te costó convencerme de que asistiera al curso para adultos mayores? No quería inscribirme porque consideraba una pérdida de tiempo, y hasta ridículo, eso de andar tomando clases a mi edad. Ahora las disfruto como no te imaginas. Los días que no voy siento que me falta algo porque extraño a los compañeros y al maestro Huitrón: es joven, pero enseña muy bien.

Como el lunes empiezan nuestras vacaciones, quiere que el viernes, como trabajo de fin de cursos, le presentemos una composición escrita de nuestro puño y letra, acerca de algo que nos haya sucedido y que consideremos importante. Pero eso no es todo, Quina: al profesor se le ocurrió que pasemos al frente a leer en voz alta nuestro trabajo, para que así perdamos el miedo a que nos vean.

Nunca he hecho nada semejante, ni siquiera cuando estaba en la primaria, y por eso creo que sería bueno ensayar un poco antes de mi presentación. Te pedí que vinieras porque necesito que me oigas y que me digas si algo de lo que escribí te parece mal, porque todavía tengo tiempo para corregirlo. ¿Me ayudas?

Bueno, pero no te preocupes, mi composición es muy cortita y se llama La espera. Voy a empezar a leer.

I

“No tengo valor ni fuerzas para reconstruir la más dolorosa etapa de mi vida, cuando a los ocho años perdí a mi madre. La recuerdo, aún la extraño y vivo agradeciéndole sus enormes e ingenuos esfuerzos para hacerme creer que mi padre iba a regresar de su largo viaje para quedarse con nosotras. Siempre que decía su nombre –Gonzalo– se le ahogaba la voz por el esfuerzo de contener el llanto. Recuerdo que muchas veces, al peinarme, insistía en mi gran parecido con él, de modo que crecí viéndolo cuando me miraba en el espejo.

“Pese a que era muy niña, me daba cuenta de que mi madre buscaba cualquier pretexto para hablarme de mi padre. Siempre lo hacía con mucha ternura y procurando que yo lo viera como un hombre cariñoso, honrado, trabajador, responsable. Ahora comprendo que hablaba de esa forma para que lo tomara como mi ejemplo y para inculcarme respeto y amor hacia él. De ese modo aprendí a quererlo, y aunque estuviera ausente lo sentía muy cerca. No sé cómo explicarlo, pero era algo muy semejante a lo que nos sucede cuando vemos el retrato de una persona muy querida y lo besamos como si fuera ella a quien le regalamos la caricia.

II

“A pesar de nuestra soledad y la pobreza en que vivíamos, mi madre no fue una persona amarga, violenta o pesimista; no perdió el ánimo ni siquiera cuando su salud, siempre muy mala, se deterioró al punto de que, según decía, su cuerpo ya no respetaba sus órdenes. Nadie, absolutamente nadie puede imaginar lo terrible que fue ver cómo iba consumiéndose, debilitándose, apagándose.

“Llegó el momento en que tuve que dejar la escuela para dedicarme a cuidarla. Eso no fue suficiente. Por más que quisiera, no podía darle las atenciones que necesitaba y mi madre acabó por pedirle ayuda a su hermana Margarita, el único miembro de la familia que nos frecuentaba, aunque muy de vez en cuando, y pienso que a escondidas de mis otros tíos.

“Nunca me atreví a preguntarle a mi madre la razón de que sus gentes le hubieran dado la espalda de una manera tan fea, de que mis abuelos nunca llegaran a visitarnos o se interesaran por ver qué necesitábamos, aunque sabían que ella ganaba muy poco haciendo manteles y juguetes de fieltro. Después, ya más grandecita, atando cabos, comprendí que, en cierta forma, yo era la causante de tanto rechazo por haber nacido fuera de matrimonio. Y desde entonces viví sintiéndome culpable de nuestro desamparo.

“Cuando mi madre murió, mi tía Margarita se hizo cargo de todos los trámites. Para cubrir los gastos del entierro tuvo que pedir dinero a los abuelos y a sus otros hermanos –por cierto, ninguno de ellos asistió al entierro. Después, en vista de que ella no tenía recursos ni tiempo para encargarse de mí, me consiguió alojamiento en la casa-hogar de las Madres Josefinas.

Hay otra cosa que no logro expresar: la tristeza y angustia que sentí al salirme de la vivienda donde mi madre y yo, a pesar de todas las carencias, habíamos sido felices. Allí se quedaban todos mis recuerdos y también la esperanza de que algún día llegara a buscarme mi padre. A partir de ese momento tendría que conformarme con encontrarlo cada vez que me viera en el espejo. Sigo viéndolo en mí. Pienso que, de algún modo, aunque jamás nos hayamos reunido, vivimos y envejecimos juntos.