os pueblos necesitan escuchar buenas noticias. Los franceses, como los otros, no escapan a esta muy vieja regla. En la actualidad, las buenas noticias se vuelven raras. Así, la victoria del equipo de Francia contra Polonia, en octavos de final del campeonato mundial de futbol que se desarrolla durante estos días en Qatar, fue vista por millones de telespectadores y festejada por la multitud de admiradores de la hazaña. La proeza del joven jugador Killian Mbappé, quien anotó dos goles y participó en el tercero con un pase decisivo, representa en forma ejemplar una gesta de la que sólo son capaces algunos campeones excepcionales. Viene de inmediato a la mente la figura de Pelé, quien apadrinó a Killian, aún muy joven y debutante. Y una grave emoción nos conmueve cuando se sabe que este célebre campeón brasileño se encuentra hospitalizado en estos momentos y que el joven francés pidió orar por la salud de su ídolo, él, Mbappé, quien está en camino de volverse a su vez un ídolo, cuando tiene apenas 24 años.
La emoción es un sentimiento al que ningún pueblo puede escapar. Esto es evidente en el terreno del deporte y de las competencias, aunque también puede observarse en el dominio político. Los habitantes de una nación son, en primer lugar, seres humanos y, por ello mismo, se ven muchas veces gobernados por sus emociones, sus pasiones, mucho más que por su razón. Si la razón guiase los pueblos, no se producirían las guerras mundiales, las exterminaciones, los genocidios y tantos otros horrores. Pero las pasiones, propiciadas por conocedores inspirados, como fueron Hitler o sus concurrentes, conducen de manera inevitable, al desastre. Como es imposible imaginar a un ser humano desprovisto de sentimientos o de pasión, sería necesario resolverse a esperar lo peor, renovado de generación en generación por estos incorregibles seres humanos, a quienes no quedarán sino las lágrimas para llorar las desgracias provocadas por ellos mismos. La Historia da testimonio y, por desdicha, la Historia es trágica.
Son numerosas las personas que desdeñan las proezas deportivas. Cabe recordar la célebre réplica de Winston Churchill, a quien algunos periodistas preguntaron cuál era el secreto de su buena condición física: No sport, respondió este personaje histórico experimentado en el ejercicio de la provocación. Pero también él dominaba el arte de sublevar las multitudes y había podido observar, sutil conocedor, el entusiasmo que puede apoderarse de todos los seguidores de un equipo durante un combate en busca de la victoria que se ha decidido obtener terminando vencedor del match. En principio, la guerra deportiva no ocasiona muertes. Así, es necesario reconocer al menos esta diferencia y esta ventaja sobre la guerra real practicada con verdaderas armas mortales. De alguna manera, sobre el terreno de futbol, no se trata sino de un combate simbólico, una metáfora de la guerra. Es quizás un exutorio, una válvula de escape de las pasiones efectuadas sin baños de sangre. Desde este punto de vista, se puede respetar e incluso admirar un fenómeno que enaltece las pasiones humanas cuando encuentran el medio de expresarse libremente sin necesidad de asesinar a su adversario, el cual no debe nunca convertirse en enemigo, pues, finalmente, debe seguir siendo un compañero de juego. Cierto, en algunos lamentables casos, tristes excepciones, la pasión exacerbada por el fanatismo lleva a grupos de seguidores, hooligans u otras porras, a actos de violencia. Pero, por fortuna, en el mejor de los casos, el juego puede transformarse en una fiesta, como prueban los equipos que bailan después de marcar un gol, así como gozan danzando los jugadores brasileños con un talento heredado de la música que propagan a todo el planeta.
“Mira qué cosa más linda
Más llena de gracia
Es esa muchacha que viene y
que pasa
Con su balanceo
Camino del mar.”
Mira que cosa más linda, más llena de gracia, es ese gol a ritmo de samba.