De la patada
o bonito del juego, contra lo repugnante del negocio capaz de montar un teatro doblemente falso para la escenificación gloriosa del deporte más mundial de todos. Recordemos que robarse a la mala los Juegos Olímpicos en Brasil en 2016 fue parte medular del plan golpista que tiró a Dilma, entambó a Lula y anidó a la sorpresiva serpiente bolsonarista. Si bien menos que el Mundial de Futbol en Qatar, causó alarma humanitaria la explotación de miles de trabajadores migrantes que levantaron la infraestructura de la justa deportiva global.
Fue evidente la corrupción en el desenlace olímpico-golpista con la connivencia de las federaciones deportivas en casi todos los países que cotizan en la Organización de Naciones Unidas. Jugosas ganancias de las constructoras millonarias y la derrama turística y mediática que siguió. Tiempo después aquellos obreros del África subsahariana y Haití llevarían su ola migratoria a la frontera de Chiapas.
El Mundial de Qatar pinta para mucho peor. Sin ser una guerra, según datos quizás inexactos de The Guardian, ya habría costado la vida de más de 6 mil 500 personas (y miles de heridos) que edificaban estadios, rascacielos, zonas residenciales, grandes centros comerciales, hoteles y vías ultrasónicas de comunicación para un pequeño país que chapotea en millones de dólares y no juega futbol.
El sacrificio de los trabajadores (por accidentes laborales, enfermedades u otros) materializó los delirios de grandeza de la población local (catarí), minoritaria, muy rica, dominada por hipocresías y prejuicios teológicos y sexistas.
Al menos 60 por ciento de los habitantes actuales de Qatar son albañiles, mecánicos o galeotes de Nepal, India, Pakistán, Bangladesh, Sri Lanka o algunas naciones africanas. Otro 20 por ciento serían profesionistas extranjeros. Su selección nacional incluye 13 jugadores recientemente nacionalizados, por no decir comprados.
Se ha documentado cómo la mano de obra fue reclutada en sus propios países durante la pasada década y llevada a Qatar con grandes promesas; muchísimos trabajadores acabaron atrapados en campos desérticos, talleres y construcciones gigantescas. Son o fueron propiedad desechable de grandes compañías internacionales.
A los inconformes por falta de pago o malos tratos se les deportó enseguida. Sus viviendas recuerdan la vida en prisión bajo un calor que ni los camellos. Pesadilla sin aire acondicionado, oculta para los visitantes.
Además del abuso laboral, en su raíz este torneo en el Golfo Pérsico es un caso extremo de corrupción, con la complicidad de los jerarcas de la FIFA, gobiernos como el de Francia y caudales de dinero y lujos vertidos por los jeques y príncipes sobre las apuradas economías europeas. El Mundial de Qatar fue comprado a la vista de todos. No hubo sobresalto de decencia o pudor que no tuviera precio. El escándalo hundió al suizo de la FIFA y al ídolo Platini. La vergüenza internacional fue múltiple, pero digerible. Y habrá futbol.
Doblegaremos nuestras contradicciones éticas para presenciar un espectáculo de lujo con los mejores bailarines de la pelota en el universo bajo un diluvio de basura virtual, y gritaremos gol con júbilo o frustración incomparables.
Robos
Todo el tiempo nos están robando algo. Cómo estará la cosa que ahora es común que te roben la identidad. Aquella basada en una credencial para votar y, más precisamente, en cuentas bancarias, documentos oficiales, operaciones financieras y legales. A eso se reduce nuestra endeble identidad.
La omnipresencia de cámaras encendidas, con indudable utilidad criminalística, funciona como instrumento de control, vigilancia y espionaje indiscriminado a la ciudadanía. La identificación facial masiva gana en sofisticación y exactitud. No somos dueños ni de nuestro rostro.
Gracias a este hurto de la intimidad podemos ver en los noticieros y las redes sociales cómo nos atracan en una farmacia, una esquina, un autobús. Paradójicamente, el voyerismo espía ya es potestad de cualquiera con celular en mano ante lo que se presente.
Cómo bajan o balean a un conductor o sus pasajeros, cómo arrebatan en la esquina a una madre de su hija muchachita sin que nadie intervenga, cómo masacran un banquete o un velorio.
A la vista del público, nos convertimos en el mirador del otro. El panóptico total que Jeremy Bentham no soñó.
Se cierra el círculo: nos roban identidades, chips o tarjetas, del mismo modo que nos bajan la cartera, el reloj, las llaves, el bolso, la nave. Y lo vemos mientras nos roban la verdad quienes disputan el poder. La disfrazan a conveniencia. Dicen defender lo que amenazan en operaciones propagandísticas desde cualquier plataforma disponible.
En nombre de mentiras flagrantes se siguen provocando guerras, satanizando y criminalizando ciudadanos. Se despoja a los campesinos de sus tierras a cambio de un sabroso progreso de humo, se desplaza a los pobladores urbanos de sus casas, se deja pelona a la madre naturaleza al agotar sus irrepetibles riquezas.