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El encono
C

uántos adjetivos se han vertido en torno a las marchas ciudadanas del pasado domingo 13 de noviembre en varias partes del país. Han sido de toda clase y múltiples tonos. Adjetivos de rechazo, riña, descalificación de una y otra de las partes, sean los marchistas y quienes los apoyaron, o el gobierno y sus voceros. Esto indica el estado en el que se halla esta sociedad, en medio de una pugna constante y creciente crispación a medida que se va agotando el sexenio, lo que ocurre con rapidez. Si en el escenario que se prefigura para este último tramo persiste y se agranda el encono, sólo cabe esperar una confrontación cada vez mayor y, cada vez más improductiva.

Los adjetivos y las descalificaciones se llevaron a extremos a todas luces innecesarios por el sólo hecho de faltar a la verdad. Ese es el caso al suponer y afirmar que todos esos miles de ciudadanos que marcharon en todos esos lugares responden, de modo obligado, a los intereses de tales o cuales personas que convocaron o de ciertos individuos claramente identificables que asistieron a las marchas.

Lo mismo ocurre en relación con el número de los participantes. Por supuesto que en la CDMX no fueron entre 10 y 12 mil personas como afirmó el señor Batres, encargado por la ausencia de la jefa de Gobierno. Y entretanto, la ciudad podría estar en condición de riesgo electoral para Morena. No fueron varios miles de ciudadanos como se dijo con manifiesta imprecisión. Tampoco, las 60 mil personas a las que aludió el Presidente, quien desestimó la marcha como un “ striptease político conservador”. En todo caso, en estas lides no sólo se desnudan de un solo lado. Y la descalificación persistente de los otros; una pauta central del actual modo de hacer política, tiene una utilidad escasa y con rendimientos decrecientes.

El diagnóstico de la sociedad que hace el presidente López Obrador es correcto y debería ser compartido por todos. Se trata en esencia de la desigualdad y la necesidad de reducirla. Hacer política es, claro está, el trabajo de los políticos, consta en la hoja de descripción de sus puestos y cobran por hacerlo. Otros también hacen política: empresarios, líderes sociales, trabajadores, profesionistas, estudiantes y demás. Los intereses y las necesidades son distintas. Se vale, por supuesto. Pero en el caso de quienes están en el gobierno: el federal, estatal o municipal se requiere de modo muy claro administrar las cosas públicas, hacerlo con probidad, probada capacidad, eficacia, sin improvisación y rindiendo cuentas. Esto no ha sido generalmente el caso. Los recursos involucrados en la gestión del gobierno provienen de una u otra forma de los ciudadanos. Los impuestos no son contribuciones. Ese es el carácter del contrato que de manera implícita se firma en cada elección. Todo esto afecta a las condiciones presentes y futuras del país. De ese tamaño son las cosas.

Hoy en México hay una concentración excesiva en la política, como rasgo primario del quehacer del gobierno. Esta politización le ha sido rentable. Pero esto no se corresponde necesariamente con la efectividad de la gestión de los recursos, la utilidad de los proyectos emprendidos y la necesidad de sentar las bases para un real mejoramiento social, el incremento de la productividad y un bienestar general más equitativo y, también, duradero. Este asunto profundiza aún más las diferencias que se van acumulando y que acaban por salirse de cauce como ha ocurrido con la propuesta del gobierno de reforma del INE.

Un gobierno que se presenta como puro y omnímodo y una parte relevante de la sociedad a la que se señala y desdeña por método es una fórmula crecientemente controvertida. Los puntos de confluencia se van desdibujando, con los riesgos que eso entraña.

Un aspecto muy elocuente y difícil de comprender es el rechazo presidencial de lo que llama aspiracionismo. Los seres humanos tienen aspiraciones, esa es parte de su naturaleza. Se aspira a ser mejor, a vivir mejor. Se aspira a conocer y comprender. Se aspira a crear y a ser útil. Se aspira a ser libre. Así es como se renuncia al conformismo. Si eso, el conformismo es, en cambio, lo que se pretende conseguir como modo de ejercer un gobierno, todo este proyecto político será fallido y contraproducente. Las remesas, por ejemplo, que proveen de abundantes divisas y contribuyen a la tan mentada estabilidad del peso, las envían mexicanos cuyas aspiraciones de vivir mejor no pudieron realizar en su país. No puede proponerse un callejón sin salida para los deseos de superación de la gente. Las alternativas tienden a salirse del marco de las leyes. El proceso efectivo de innovación social y de las instituciones, no se ha conseguido.

Qué mensaje se manda desde un proyecto político que sí defiende de manera insistente sus propias aspiraciones de transformación, expresamente planteadas y repetidas por el Presidente, privando a la población de la posibilidad de aspirar a mejorar, desear y superarse. Un proyecto político debe ampliar las oportunidades y el crecimiento de los individuos, su educación, bienestar, desarrollo de su potencial y, sí, de su capacidad de consumo. Eso es así, aunque acaben retando al poder establecido. Ese es el motor de una sociedad. Eso no está pasando, como muestran los indicadores sociales, las condiciones laborales o de modo patente la situación precaria del sistema de salud y de educación. Un problema mayúsculo que no ha hecho más que empeorar es el de la inseguridad pública, una fractura social de primera importancia.

Todas las posibilidades de mejoramiento social y económico deben aprovecharse en un proyecto político de envergadura, como pretendió ser en su origen el que rige hoy en el país. Existe una base material imprescindible y un horizonte vital más amplio sobre los que puede edificarse una sociedad más equitativa y ese cimiento no se ha forjado.