sporádicamente asisto a alguno de los templos católicos del Monterrey metropolitano y puedo observar los servicios religiosos que allí ofrecen a la feligresía.
Cualquiera puede comprobar que la ekklesia (griego) o asamblea de fieles, en este caso, se reduce a un grupo heterogéneo que se dedica pasivamente a cumplir con el ritual litúrgico indicado por el sacerdote. Nunca he escuchado que este personaje se refiera a cuestiones de carácter social, ni siquiera sugerir a los feligreses que se informen sobre alguno de los problemas más acuciantes que ponen en riesgo la supervivencia de la sociedad: la escasez de agua, la grave contaminación del ambiente, la precaria situación de la salud. Y en sus documentos –algún impreso pobremente diseñado y redactado– jamás he podido percibir una mínima guía en la cual la feligresía pueda educarse en la responsabilidad que demanda ser parte de la polis y, por tanto, contribuir, informándose, en el empeño común de intentar resolver sus problemas.
Nada. Un sobado rosario de fórmulas, que los feligreses repiten o responden más o menos mecánicamente; una lamida histórica a los hechos de Cristo, de los apóstoles, de los personajes bíblicos y dos o tres rezos repetidos hasta el hastío. El único acto en que participan efectivamente los fieles es, en silencio, el de la comunión.
Con esas briznas por ejercicio religioso, la Iglesia hace muy poco por justificar el pomposo nombre de Mater et magistra.
Pero ahora, los obispos que presiden la Conferencia del Episcopado Mexicano se pronunciaron por defender al INE del peligro, según ellos, de la reforma electoral propuesta por López Obrador, que se cierne sobre la democracia y la agravia. En su documento titulado Mensaje al pueblo de México sobre la iniciativa de una reforma constitucional en materia electoral, los obispos no temen, según la reflexión de Bernardo Barranco en estas páginas (Los obispos defienden al INE y confrontan a AMLO
), que su pronunciamiento viole la laicidad del Estado
como sí fue objeto de su temor el que las iglesias evangélicas difundieran la Cartilla moral, de Alfonso Reyes. Al contrario de experimentar el menor cuidado, el clero católico mostró gran osadía –otro ejemplo– al hacer campaña abiertamente en favor del PAN, durante los comicios de 1983 en Chihuahua.
Barranco mostró sorpresa por el reciente documento episcopal. Cierto, no deja de ser sorpresivo que el pronunciamiento episcopal, en efecto metaverso, haya colocado a los obispos al lado de los priístas que han encarnado ataques directos a las prácticas democráticas y sin los amortiguadores que supone una iniciativa de ley como la enviada por el Presidente a la Cámara de Diputados.
Más pareciera que los obispos mexicanos chapalearan en el seno de la Iglesia católica de Juan Pablo II y su anticomunismo y tirria jurada contra la teología de la liberación, y no a la Iglesia de Francisco. A esto sí se puede llamar objetivamente una regresión.
Como dirigentes de su Iglesia es inexcusable que los obispos hayan trocado el trabajo de analizar y explicar a los católicos la anunciada reforma electoral por el simple expediente de descalificarla.
Creo que al modo de los autores episcopales hay que ubicarlo en esa corriente de derecha que en otras latitudes protagonizan varias iglesias. Vale preguntarse: ¿hay alguna diferencia radical entre los cristianos pentecostales, que han servido al bolsonarismo en Brasil, y los católicos romanos, que confunden elecciones con democracia para sumarse a los millones
(ya no fueron cientos de miles) cuya defensa del INE fue el doble pretexto para atacar al gobierno de López Obrador y preparar el terreno para hacerse, por lo menos, del Gobierno de la Ciudad de México? En uno y otro caso, lo fundamental es la disputa por el poder temporal.
Lejos se halla el clero católico mexicano del aire fresco y renovador que impulsaba el Concilio Vaticano II. Recuerdo un libro escrito por Francisco Gómez Hinojosa, un presbítero aggiornado. Se titulaba Cristo/Marx: ¿un diálogo imposible? El padre Paco, como se lo conoce en diversos círculos, me invitó a participar en la presentación efectuada en el Auditorio San Pedro (Garza García). Luego de las intervenciones se abrió una ronda de preguntas y respuestas. En eso estábamos cuando un hombre, fuera de sí, empezó a gritar: “No le crea, padre; no le crea. Él –o sea yo– es una encarnación del demonio”. De risa, pero era un presagio sombrío de la brevedad de aquella apertura.
Éxito de los grandes empresarios de San Pedro fue la visita de Juan Pablo II a Monterrey. Principal operador del evento papal era Marcial Maciel, el sacerdote a quien ellos aportaron miles de millones de pesos para sus obras inmersas en graves conflictos morales y penales.
Hasta dónde, me pregunto, uno de los contingentes más localizados de la marcha del pasado domingo fue el que partió de San Pedro. El cuestionamiento del Episcopado Mexicano al actual gobierno no pudo haber tenido mayor eco que en los habitantes ricos de ese municipio. La opción por los pobres
de la teología liberadora o el lema primero los pobres
del gobierno lópezobradorista significan lo opuesto de sus darlings.