n medio de controversias por los costos de los lujos de la comunidad diplomática participante, por el patrocinio de personajes cuyas empresas y actividades son causantes de los mayores impactos ambientales, por el uso de aviones privados para el traslado de los principales protagonistas o por la exclusividad del recinto donde se desarrolla un evento que se supondría abierto e incluyente, los últimos días las miradas del mundo han estado puestas en una reunión de líderes mundiales que lleva 27 años dialogando sobre una crisis climática cuyo curso no han sido capaces de alterar. Desde el 6 de noviembre y hasta mañana, se celebra en Egipto la Conferencia 27 de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, mejor conocida como la COP27, foro encargado de aplicar las acciones necesarias de la comunidad mundial para contrarrestar la crisis climática global.
En dicha conferencia, multitud de activistas, organizaciones ambientales, defensores del territorio, así como comunidades y pueblos indígenas víctimas del cambio climático, han alzado la voz para reclamar la incongruencia e ineficacia de la diplomacia climática cuyas gestiones no han logrado más que un lavado verde del consumo, pero no la transformación radical que se necesita.
Aunque, ciertamente, la tasa de crecimiento de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero (GEI) ha disminuido en los últimos 10 años, dado que entre 2000 y 2009 la tasa era de 2.6 por ciento, mientras para el periodo 2010-19 se redujo a 1.1 por ciento; no obstante, los efectos del cambio climático evidencian que la variación es claramente insuficiente.
De acuerdo con el Programa para el Medio Ambiente de la ONU, en su reporte titulado La ventana de oportunidad se está cerrando, publicado antes de la COP27, con las políticas y comportamientos vigentes el mundo va hacia un calentamiento global de 2.8 grados al final del siglo, cifra muy por encima de la meta fijada por el Acuerdo de París de 2015, firmado en la COP21, de permanecer debajo de 2 grados hacia el final del siglo, y preferentemente por debajo de 1.5 grados de calentamiento en comparación con los niveles preindustriales. Se señala en dicho reporte que aún si se cumplieran cabalmente los compromisos contraídos hasta ahora, el calentamiento oscilaría entre 2.4 y 2.6 grados, lo cual significa que, si se desea alcanzar el objetivo de no superar 1.5 grados de calentamiento, las emisiones anuales de GEI deben reducirse 45 por ciento más de lo establecido en los compromisos vigentes. Esta situación subraya la insuficiencia de las medidas progresivas pactadas y la urgencia de adoptar políticas radicales y a gran escala.
La situación global en este tema trascendente no es más que un correlato de la situación actual en la mayoría de las naciones, como es nuestro caso. Entre 1995 y 2019, México ha incrementado su emisión de GEI 46 por ciento, porcentaje ligeramente menor al promedio del crecimiento mundial, pero por sí mismo alarmante. De acuerdo con Greenpeace, organización que interpuso un amparo contra el Estado mexicano en 2021 por incumplir los compromisos que aceptó en la COP, México tiene a 68 por ciento de su población en situación de vulnerabilidad provocada por el cambio climático y están vigentes en nuestro país por lo menos 560 conflictos socioambientales documentados, provocados por actividades como minería, vías de transporte, depredación forestal y nuevos proyectos energéticos y turísticos.
Ante tal panorama, México llegó a la COP27 con el plan de reducir al menos 30 por ciento de emisiones de GEI para 2030. Dicho objetivo se pretende lograr a partir de medidas como la construcción de un parque fotovoltaico en Sonora y la ampliación de la producción de energía eléctrica a través de hidroeléctricas. Las dimensiones de estos proyectos, sin embargo, contrastan altamente con la evidente apuesta del actual gobierno en favor de los combustibles fósiles y de un desarrollo económico a través del extractivismo y el despojo.
Cierto es que el tema energético en nuestro país entraña una enorme complejidad que requiere de un amplio análisis al margen de las polarizaciones actuales. No obstante, esa misma complejidad y las dimensiones de la amenaza que se cierne sobre la humanidad deberían de ser motivos suficientes para que la agenda climática ocupara un lugar central en un debate público nacional informado, profundo y sosegado, pero no ha sido así.
La COP27, con sus profundas contradicciones, parece ser el reflejo de la actitud de la sociedad mundial ante el cambio climático: hay preocupación sin duda, pero no parece haber una movilización profunda, transversal y consistente que transforme radicalmente nuestro estilo de vida. Lo cierto es que no existirá cambio posible sin atrevernos a cuestionar el sistema económico y productivo hegemónico desde su raíz extractivista y explotadora, que procura la acumulación de riqueza y el desarrollo a cualquier costo.
Mañana concluye la COP27. Difícilmente se puede imaginar un foro más propicio que éste para reivindicar el urgente llamado de nuestra casa común para protegerla y cuidarla, así como para formular políticas y compromisos verdaderamente transformadores que pongan en el centro a los más vulnerables frente al cambio climático. Sin embargo, después de 27 años de desencantos, en el corazón de la humanidad late la duda sobre cuánto de lo dicho ahí se cumplirá efectivamente. Tal vez nos demos cuenta de que hemos estado escuchando a las voces equivocadas, quizá los protagonistas no debieran ser la diplomacia de siempre, sino las comunidades y pueblos indígenas defensores de la tierra, quienes han dado su vida para preservar una sabiduría ancestral de cuidado del planeta, y quienes más sufren las consecuencias de un calentamiento propiciado por los privilegiados del mundo.