or un margen mucho más apretado del que predecían las encuestas, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva se impuso al actual mandatario, el ultraderechista Jair Bolsonaro, en la segunda vuelta de la elección presidencial celebrada ayer en Brasil. La victoria del antiguo obrero metalúrgico y líder sindicalista dio lugar a masivos festejos en todo Brasil, así como a una generalizada sensación de alivio en América Latina y en la comunidad internacional en general.
No debe olvidarse que a partir del golpe de Estado legislativo que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff en 2016, la nación sudamericana entró en una espiral descendente en la que Michel Temer y el propio Bolsonaro destruyeron buena parte de los logros sociales, políticos y económicos conseguidos durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) y desataron una persecución política, disfrazada de causas contra la corrupción, que culminó con el encarcelamiento de Lula durante más de año y medio.
La llegada de Bolsonaro a la presidencia, en enero de 2019, agravó y aceleró la descomposición del poder público. Entre los saldos más nefastos del aún gobernante han de mencionarse sus ofensivas en contra de las comunidades indígenas, los derechos sexuales y reproductivos y –especialmente grave– la destrucción de buena parte de la selva amazónica con la aprobación y el impulso gubernamentales. Asimismo, el candidato derrotado ayer hizo un manejo catastrófico de la epidemia de covid-19, promovió el armamentismo ciudadano y llevó el debate público a un nivel inédito de agresividad y procacidad.
Por añadidura, el aún presidente demolió la posición internacional de Brasil que Lula y Rousseff habían construido con delicados equilibrios diplomáticos y buenos resultados económicos. No es de extrañar, en consecuencia, que el triunfo del máximo dirigente del PT haya sido saludado de inmediato por casi todos los gobiernos del continente –empezando por el de México– y de otras regiones del mundo.
Sin embargo, resulta inevitable adelantar una transición difícil en las semanas que vienen. Durante su gobierno, Bolsonaro logró hacerse de una importante base de apoyo, estructurada en forma parecida al fascismo, e intoxicó a buena parte de la opinión pública con una retórica paranoica. Una prueba temprana de su talante antidemocrático fue la instalación de retenes policiales ilegales en diversas carreteras del país para impedir que los ciudadanos –simpatizantes de Lula en su mayoría– pudieran llegar a los centros de votación. Esa maniobra puede explicar la diferencia entre los resultados pronosticados por los sondeos previos a la elección, que daban al candidato del PT un margen de entre 4 y 7 por ciento, y el apretado resultado final, de menos de uno por ciento.
Por otra parte, es importante considerar que Lula no dispondrá de mayoría en el Legislativo y que diversas gubernaturas han quedado en manos de bolsonaristas, lo que hace pensar que la tercera presidencia del veterano político se desarrollará en condiciones particularmente difíciles. Pero lo más importante es que en el mayor país de Latinoamérica la ultraderecha ha sido derrotada y que Brasil vuelve a encarrilarse en un proyecto con sentido social y nacional. Esto es motivo de alivio y de esperanza dentro de esa nación y fuera de ella.