Ya sea por accidentes o por siniestros generados por la avaricia de los empresarios, siempre son una tragedia. Es muy difícil describir lo que las familias viven. En ese momento, cuando se enteran por otros mineros, por el radio, porque buscamos a una persona cercana a la familia para que vaya a informarles o por la información que publicamos en las redes sociales, todo se resquebraja y se hace añicos; hasta el tiempo entra en una dimensión distinta y nada tiene sentido. Todo se rompe.
Todos los sentimientos y las relaciones entran en juego: lo que no se dijeron, lo que debieron hacer y no hicieron; el pleito por el que no se disculparon; lo que él hizo o dejó de hacer; las otras relaciones amorosas empalmadas; la viuda legalmente reconocida y la mujer que es su pareja, a la que se le señala e incluso se le niega la posibilidad de ir al funeral, aunque él la amara; los hijos e hijas de una y otra mujer; la abuela que lo crío y la madre, que ni siquiera tienen ahora una forma de ser nombradas… Todo en ellas se vuelve pasado, porque el presente y el futuro ya no las reconocen. Sólo existe la viuda legalmente reconocida. Todo se rompe. Quizá llegue el día en el que las empresas responsables de la muerte de los mineros por negligencia, como Grupo México, sean obligadas a ser menos miserables.•