Opinión
Ver día anteriorMartes 4 de octubre de 2022Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Isocronías

Ayeres con David

C

uando de Guadalajara llegué al Distrito Federal (con Ricardo Castillo, quien no tardó mucho en regresarse) busqué a varios poetas. Por su importancia, naturalmente a Carlos Pellicer y a Jaime Sabines; generacionalmente –tocaba–, a Jaime Reyes y David Huerta.

En casa del primero (en privada por lo que fue La Castañeda) una noche me quedé dormido, alcoholizado, en el angosto catre que tenía en su recámara. Al despertar, a contraluz, de espaldas, lo vi escribiendo a máquina alguna página de lo que sería La oración del ogro, cuyo primer ejemplar, calientito, adquirí (sabe dónde andará). Atiné turulato a despedirme.

A Pellicer y a Sabines por aquellos tiempos no los vi (con el chiapaneco tendría, tras el temblor de 1985, un encuentro más o menos absurdo que en estas mismas páginas –ya llovió– relaté; con el tabasqueño no se pudo).

Frecuenté, relativamente, pero sí, a David Huerta en la segunda mitad de la década de 1970 y muy probablemente un poco más allá. Impertinentemente, la verdad no me daba cuenta, para nada, lo buscaba en su casa, por el Jardín de la Luz (¿nombre real?, no sé) cercano, me parece, al parque Hundido; lo procuraba por Plaza Universidad en los vericuetos de aquellas entrañables y hoy tan distantes instalaciones del FCE, donde, con relajado humor, me dedicó su primer título, precisamente El jardín de la luz. ¿La firma? Algo como esto: Las ruinas de David.

Continuó la frecuentación: comidas, bebidas (en aquel entonces –David supo parar en el momento justo), charlas… Pero lo que recuerdo con más cordialidad, proyecto sin mucho o ningún futuro, aunque con un presente, aquel presente, de poca, es un taller de canción que duró sólo algunas semanas –cuyo número confiaremos a la neblina–, integrado por él, Jaime Moreno Villarreal y quien esto escribe, en un departamento por Heriberto Frías y Obrero Mundial.

Cuando lo conocí, David cantaba. Tenía una guitarra eléctrica, en mi memoria rojo esplendente. Lo escuché cantar Diamonds and Rust, de la Báez, que me deslumbró, bien que por más que se lo pedí nunca volvió a cantarla.

Por las fechas de ese taller debía de ir por mis niños a la guardería. Sorprendido por la hora, de pronto cortaba la conversación: ¡Ay, mis hijos! Reía David con eso y lo sacaba a colación de vez en vez. Lejanos mas no pocos recuerdos quedan. Notorias, notablemente quedan –presencias perdurables, no recuerdos– su prosa y su poesía.