Coronas huecas
a historia de nuestro país no ha sido sencilla, hemos vivido, entre mucho más, opresión, guerras, el intento por destruir nuestra identidad, la imposición de un dios cuya figura es imagen y semejanza del invasor, intervenciones, la dictadura de más de 30 años que precedió a un movimiento revolucionario cargado de traiciones, el priísmo, terrorismo de Estado durante la guerra sucia, la entrega de los recursos de la nación a intereses privados y extranjeros con el neoliberalismo, terremotos, una alternancia que no lo fue, presidentes espurios y la guerra absurda que uno de ellos detonó para intentar legitimarse en el poder. Pero pocas experiencias han sido para el pueblo de México tan desafortunadas como aquellas en las que el gobierno estuvo a cargo de un monarca.
Tras culminar la guerra de Independencia, y a pesar de que procesos revolucionarios en Estados Unidos y Sudamérica llevaron al establecimiento de repúblicas, en México se instauró una monarquía. A diferencia de lo que sucedía con las revoluciones de la época, el movimiento libertador en México no se dio en contra del poder arbitrario y, por más que se llamó constitucional e independiente, era una monarquía muy semejante a la española, justo esa figura que representa aquello contra lo que miles de mexicanos lucharon, y opuesto al espíritu libertador por el que muchos creyeron combatir, Agustín de Iturbide fue, apoyado por una turba pagada, coronado emperador de un país en bancarrota que dejaba su destino en manos de un hombre tan inexperto en asuntos de gobierno como especialista en cortejar a damas; es decir, en alguien que parecía tener madera para ser fundador de una casa real, o, ¿acaso no todos sus miembros son así?
En 1821 nació el primer imperio mexicano, fue fugaz. Las críticas no cejaron, tampoco lo hicieron las conspiraciones ni la persecución que a ellas Iturbide emprendió. El emperador, todo un mirrey decimonónico temprano, clausuró el Congreso y convocó a una Junta para crear el reglamento de su imperio. A inicios de 1823, aquel hombre con quien años antes Iturbide celebró el abrazo de Acatempan, Vicente Guerrero, y varios más, iniciaron una rebelión en protesta a la disolución del Congreso Constituyente. Dos meses después el emperador abdicó y, tras algunas semanas de indefinición, Antonio López de Santa Anna, que también se le había revelado –y a quien Enrique Serna bien llamó el Seductor de la Patria, porque la agarró jovencita, inexperta, tímida, y la sedujo para dejarla tantas veces como regresó a ella–, se pronunció en favor de la república.
Iturbide fue al exilio, se le avisó que de volver a pisar el territorio de la patria se le declararía traidor a ella. Aun así regresó para, según él, evitar que intereses europeos invadieran México. El Congreso se pronunció con enorme claridad: La nación no necesita de los servicios del que la oprimió, pues tiene hijos que la sostengan
. El 14 de julio de 1824 Iturbide desembarcó en Soto la Marina, Tamaulipas, y se le detuvo e informó sobre su traición; se llevó a cabo un juicio rápido y fue fusilado en Padilla, lugar que años después fue sumergido para ahogar al primer imperio y crear ahí una presa cuyo nombre, lleno de acertado simbolismo, es Vicente Guerrero.
Cuarenta años después, la sombra de la corona oscureció de nuevo a México, el conservadurismo más rancio aprovechó la suspensión de pagos a Francia, España e Inglaterra que el gobierno de Benito Juárez anunció después de la guerra de Reforma, para abrir la puerta al ejército invasor francés y crear una tristemente célebre comisión llamada de Miramar, porque justo a ese castillo Europeo fueron a suplicar a un aristócrata extranjero, Maximiliano de Habsburgo, que aceptara ser emperador de México. Gobernó entre 1864 y 1867, y murió plagado por su propia podredumbre al ser fusilado en el cerro de las Campanas.
Los imperios mexicanos tuvieron un resultado funesto para todas las partes y mortal para los monarcas. Aquellas coronas efímeras cuya causa respondió al intento de restablecer lo ya abolido forman parte de una historia que, por más añeja que parezca, mantiene aún vigentes valores prescritos con los que lo más anacrónico del país pretende entregar los bienes de la nación a intereses extranjeros y acude, como víbora rastrera, a instancias internacionales a solicitar acciones intervencionistas. Afortunadamente, a la gran mayoría de los mexicanos no nos representan coronas, sino águilas devoradoras, justo, de serpientes.