Política
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La agenda pendiente de la democracia mexicana
E

n julio de 1997, muchos mexicanos celebramos las pacíficas elecciones de diputados federales y de jefe de Gobierno en el Distrito Federal que abrieron con claridad meridiana las avenidas por las que sí podría transitar la democracia apenas diseñada y constituida. El camino había sido largo y azaroso, luego del desenlace violento, criminal y brutal, del movimiento estudiantil del 68. Estaba también en la memoria la trágica tarde del Jueves de Corpus y las duras jornadas de la década de los 70, cuando la insurgencia obrera y popular reclamó por su lugar en la historia que se pensaba estaba por arrancar con una revisión a fondo de los postulados primordiales heredados de la Revolución y, en buena medida, recogidos en la Constitución de 1917.

Puede decirse que, por primera vez, los mexicanos acudíamos a las urnas a depositar un voto que, confiábamos, se contaría y contaría una vez que partidos y candidatos hicieran sus cuentas. También asistíamos a la primera elección para elegir gobernante en el Distrito Federal, que Cuauhtémoc Cárdenas ganó en buena lid y su ola cardenista hizo valer por un buen tiempo, como muestra más que eficiente de que el cardenismo vivía y estaba dispuesto a contar en una eventual transformación política y social de México.

Pasos enormes, sin duda. Tanto el proceso electoral como la alternancia en el poder constituido dejaban de ser temas de cubícu-lo para comenzar a ser parte de la vida pública. De hecho, se marcaba el fin de la hegemonía de un solo partido, no sólo en el Congreso, sino en la vida nacional.

Mucho lo ganado, pero no fin de camino. Había que caminar hacia la reforma del Estado, ajustar el régimen político, las leyes e instituciones a las nuevas realidades creadas por los votos; trascender lo que hasta ese momento había centrado toda la atención: el ámbito electoral de las reglas y procedimientos de la disputa por el poder formal, absorto en el acotamiento de los excesos presidencialistas.

Dejar atrás décadas de estiras y aflojes, desencuentros y acuerdos mínimos, maratónicas reuniones, millonarios recursos destinados a fortalecer el sistema plural.

Se fortaleció este último; se ampliaron libertades y derechos, no así el cumplimiento de los derechos sociales, desde 2011 consagrados constitucionalmente. En suma, la atención de la cuestión social que resumimos en pobreza de muchos y agudas desigualdades, ha quedado fuera del radar y de la agenda de los actores políticos y de las fuerzas partidarias.

La desigualdad, así, contaminaba y contamina políticas y programas dirigidos a aliviar a los más pobres y vulnerables, así como a aquellos más ambiciosos destinados a modular los mecanismos y costumbres que han hecho de la desigualdad una especie de formación cultural anidada en lo más profundo de las estructuras sociales y económicas.

Nuestro escenario político, competitivo y plural, ha derivado en lugar privilegiado para burocracias políticas, para el cálculo oportunista y el olvido de temas fundamentales. Precoz empobrecimiento de la discusión y de los intercambios políticos, colonización de los arribistas.

Creciente deterioro de los valores democráticos que exigen compromisos, actuaciones transparentes, debates. Y mucha y robusta deliberación.

Desgaste prematuro que se ha disfrazado de desacuerdos y polarizaciones, pero en cuya base está el apoltronamiento de actores que se fueron acomodando a los abusos del poder y la irresponsabilidad para discutir y acordar puntos para una perspectiva común. Usufructuarios de una cultura y una ideología que mantiene contenidos e ingredientes del autoritarismo.

Algunas notas para intervenir en el homenaje a Cuauhtémoc Cárdenas organizado por la UNAM el jueves pasado en El Palacio de Minería