l jueves pasado, el presidente de EU hizo un llamado a la nación a rechazar el extremismo que ha inundado el panorama social y político, y amenaza con ahondar la división entre los estadunidenses. El tono enérgico que utilizó el presidente puede entenderse de varias maneras: frustración, preocupación, inseguridad y desaliento. A 18 meses de haber llegado a la Casa Blanca, y no obstante haber dado importantes pasos en su agenda de reformas, no parece que su intención de gobernar para todos los estadunidenses, independientemente de sus creencias políticas y religiosas, haya tenido el efecto deseado en su discurso de inauguración.
El ex presidente Donald Trump insiste en propagar una mentira que no pocos de sus fanáticos han tomado como consigna para desestabilizar al gobierno: Biden es un presidente ilegítimo
. El clímax de tal aseveración llegó el 6 de enero con el fallido intento de un golpe de Estado por parte de una turba que, azuzada por Trump, invadió la sede del Congreso de EU para impedir que se declarara a Biden como presidente. Ahora Trump usa sus discursos de apoyo a un puñado de candidatos republicanos que estarán en las boletas de las elecciones del próximo noviembre como medio para cuestionar la legitimidad de Biden.
Por las razones que se quiera, Trump y sus adláteres no parecen, o no han querido, entender que la democracia es un proceso en el que no necesariamente se obtienen los resultados que se quieren
(entrevista a Michael Abramowitz, NY Times). Sin embargo, Trump insiste en propagar la especie de que él ganó la elección. El problema es que ha logrado su fin: profundizar la división en la sociedad y con ello poner en grave peligro la democracia que por 200 años ha sido el orgullo de los estadunidenses. En el fondo, ese fue el sentido del discurso del presidente, ni más ni menos que en Filadelfia, sitio en el que nació la democracia de la Unión Americana. El NY Times da cuenta de la sorprendente revelación de una encuesta reciente (Quinipac), en la que 69% de republicanos y 69% de demócratas consideran que la democracia está en grave peligro, culpándose unos a otros de ello.
Extremismo protofascista
fue el calificativo que Biden empleó para referirse a los republicanos que han avalado a los grupos y organizaciones que asaltaron el Congreso, y que en otras ciudades han organizado ataques similares en contra de los derechos garantizados por la Constitución. Tal vez el error del presidente fue generalizar el calificativo, ya que involucró a la mitad de la nación que profesa la ideología conservadora de los republicanos, pero no necesariamente comulgan con la violencia de esos grupos.
No se puede obviar que desde que Obama fue presidente, los republicanos han intentado por todos los medios no oponerse, sino boicotear la labor del gobierno. En su libro, el profesor E. J. Dion, de la Institución Brookings, refiere que la misión de los republicanos ha sido tensar los resortes de la democracia
, lo que ha derivado en la polarización social y, en último término, demostrar la inutilidad del gobierno y la necesidad de reducirlo a su mínima expresión (Why the Right Went Wrong, 2016, Simon & Shuster). El resultado en el incremento de esa tensión es que abrió la puerta a grupos protofascistas, como los describió Biden, para crear un ambiente propicio para enfrentamientos que erosionan cada vez más la convivencia democrática. En este sentido, no sólo Trump ha sido responsable; en ese camino lo han acompañado e impulsado los sectores ultraderechistas de su partido.
En un ambiente así es incierto lo que sucederá en el proceso electoral que se inicia en las próximas semanas. Se puede adelantar que el extremismo entre las fuerzas que se disputarán el derecho a gobernar en varios estados, y a conformar una mayoría en el Congreso, no garantiza que una u otra puedan encontrar una vía más o menos civilizada para salir del bache en el que está metida la nación. Lo más probable es que ambas pierdan y con ellos toda la sociedad.