Opinión
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Mijail Gorbachov, en perspectiva
L

a muerte de Mijail Gorbachov reabrió el debate en torno del lugar que ocupa en la historia el último hombre en conducir los destinos de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y, de manera más amplia, sobre las luces y sombras de la extinta superpotencia, su declive final y si su desaparición fue un proceso inevitable o el resultado de decisiones circunstanciales.

Su incapacidad o su falta de voluntad para evitar la desintegración del bloque del Este con el consiguiente derrumbe de la Unión Soviética y, ante todo, la trayectoria que siguió tras dejar el poder en diciembre de 1991 contribuyeron a su caracterización como traidor de la causa socialista y marioneta de los grandes capitales: se unió a organismos cupulares que promueven la gobernanza neoliberal y la agenda del Departamento de Estado, tejió amistades con las élites empresariales y políticas de lo que en el periodo de la guerra fría se denominaba con enorme autocomplacencia el mundo libre, se convirtió en un conferencista e incluso participó en anuncios comerciales para una marca de ultralujo.

Sin embargo, esta deriva de sus años postreros no debería oscurecer el hecho de que Gorbachov encabezó la titánica tarea de reformar las instituciones soviéticas, esfuerzo que en más de un sentido buscaba recuperar el sentido original del socialismo, extraviado por las rémoras del burocratismo, el verticalismo, el voluntarismo y el culto a la personalidad implantados en la noche estalinista, así como por el distanciamiento abismal del grupo gobernante del resto de la sociedad.

Las dos obras por las que más se le recuerda, la perestroika y la glasnost, pretendían devolver dinamismo a una economía estancada o francamente paralizada, así como transparentar un ejercicio de gobierno hasta entonces signado por el más completo hermetismo y el silenciamiento, no pocas veces brutal, de la disidencia.

Si es cierto que estos movimientos de renovación no revitalizaron al bloque soviético, sino que convirtieron el desorden en caos y aceleraron su colapso, ello puede achacarse a la impericia política del líder, pero también a la índole irreformable de un aparato burocrático disfuncional e incapaz de ponerse a la altura de lo desafíos propios de la dirección del Estado.

Para ilustrar el grado de descomposición imperante en la recta final de la URSS, basta con recordar las anécdotas acerca de la imposibilidad de concretar reuniones debido al descontrolado alcoholismo de los dirigentes.

En el frente económico, además de todas las deficiencias mostradas por el sistema de planificación, debe tenerse presente que Gorbachov heredó una economía destrozada por la acumulación de sus propias ineficiencias, el costo de la carrera armamentística con Estados Unidos y las operaciones bélicas en Afganistán. Con la perspectiva que brinda el paso del tiempo, es posible afirmar que la caída de la Unión Soviética era ya irreversible cuando Gorbachov tomó las riendas del Comité Central del Partido Comunista.

Al mismo tiempo, parece fuera de toda duda que la desaparición del Estado fundado por Lenin, Trotsky y demás bolcheviques fue una gran tragedia geopolítica del siglo XX, pues en un abrir y cerrar de ojos el delicado equilibrio internacional dio paso al unilateralismo de Washington y a la pérdida de alternativas frente a un neoliberalismo mal equiparado a la democracia.

Para colmo, el capitalismo salvaje que remplazó a la economía centralizada en el espacio postsoviético convirtió a los burócratas más inescrupulosos en una mafia empresarial cleptocrática, enriquecida instantáneamente mediante la captura de los bienes públicos y única beneficiaria de un modelo que empobreció aún más a las mayorías al borrar los derechos sociales a la vivienda, la educación, la salud y el trabajo.

Repudiado en Rusia y aclamado en Occidente, que le otorgó el Premio Nobel de la Paz, Gorbachov fue personaje central en uno de los tránsitos más decisivos del mundo contemporáneo, el cual no puede comprenderse sin las iniciativas, vacilaciones aciertos y errores del último presidente de la Unión Soviética.