a otra tardecita, me tomaba un café después de comer, en el patio de mi casa, alrededor de una pequeña mesa redonda, blanca, que ha estado presente en mi vida desde mi infancia.
Contemplaba la bugambilia, que mamá plantó en este mismo jardín en 1948, conmigo de cuatro meses de nacida; una escultura de Vicente Rojo; el caballito de carrusel que siempre estuvo a la entrada de su casa en Coyoacán; la vieja palmera, que quedó en el otro terreno, cuando el predio del abuelo se subdividió; el bambú en alguna de las bardas; la hiedra en otros muros, los árboles, un viejo pino, un viejo peral, un viejo cedro, una palmera reciente; las plantas en macetas y, especialmente, el laurel o fresno en frente de la ventana del estudio de abajo. Me sentía a gusto, aun cuando mi gusto siga siendo un gusto triste, con la ausencia de Vicente, que fue quien rehabilitó esta casa, a la que nos mudamos apenas hace cuatro años, y en la que, en todo caso, Vicente sentía ilusión por vivir.
En esas me encontraba cuando sonó el timbre de la puerta de la casa. Me asomé por la ventanilla, para ver de quién se trataba. Al ver que quien había tocado el timbre era un viejo amigo mío, que me traía en persona su más reciente libro, lo invité a pasar. Pero él se resistió, con cualquier pretexto que respeté, aunque no sin asegurarle que volviera cuando tuviera oportunidad, que lo podía invitar a un cafecito, o a un vinito, o a comer, lo que fuera que acordáramos los dos.
Este amigo mío y yo nos dejamos de encontrar durante décadas, hasta que él empezó, a través de una de las redes, a comentar mis artículos de La Jornada. Hasta que me animé a mi vez a comentarle alguno de ellos, y le mandé mi correo.
Empecé a leer su libro con entusiasmo. Y esa misma noche le escribí una carta en la que le expresaba que mi lectura me entusiasmaba y que, cuando la terminara, le comentaría mis impresiones más extensamente. (Sin embargo, por lo pronto, mientras no supere yo el prejuicio contra mi amigo por su rechazo a pasar a mi casa, me temo que tanto mi lectura de su libro como, no se diga, mis comentarios, quedan en receso.)
En mi carta, también, le hacía saber que haberlo visto por la ventanilla, aún momentáneamente como había sido, me había traído tantos recuerdos de nuestra larga, si bien algo extraña, amistad, que los podríamos haber rememorado juntos, si hubiera aceptado pasar a mi casa.
Es cierto que en su carta me da sus impresiones de lo que ha sido nuestra relación al correr el tiempo. Y se justifica con ellas y, repito, lo respeto.
Pero hay una gran diferencia de ahí a decirme que la entrada de mi casa, por tratarse de una puerta de metal, por el muro alto y blanco y, sin ventanas, que la resguardan, a él le recuerda la entrada que tiene “aire de la prisión de Alcatraz, en la que aparece tu rostro con lentes que también me evocan dimensiones–conexiones con lejanos tramos de vida”.
Lo cierto es que sus comentarios me mostraron a mí que mi amigo era altamente prejuicioso, y que, incluso, me resultaban hirientes sus palabras, lo que, como digo, me impidió seguir con la lectura de su libro, que me entusiasmaba.
Sé que es otro prejuicio, el mío. Y si lo es, yo, como mi amigo el suyo, lo siento justificado, ¿no crees, querida lectora, querido lector, que tengo algo de razón?
Espero superar el mío, como los amigos bien intencionados sugieren hacer, cuando sostienen: Tenemos una sola vida, así que, ¿para qué echarla a perder, y peor, si es por prejuicios?
En todo caso, de prejuicio a prejuicio, para mí el mío fue una demostración de lo mal que nos entendemos, incluso entre amigos. Recordar mi infancia en esta misma casa, que para mí siempre es un viaje hacia sentimientos muy cercanos y añorados, para mi amigo, sus impresiones de la entrada de mi casa sin duda constituyeron una firme, y quizás amonestadora, muestra de la férrea manera en la que yo me encontraba aprisionada. ¡Es para llorar! O para reírse, sólo que interminablemente.