Número 179 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
El campo de la ciudad. Primera parte

Nadie puede vivir al margen de una gran ciudad y evitar sumergirse en su vertiginosa corriente. Desde 1980, el campo chilango junto con el campo nacional, se enfrentó a la competencia directa con agroempresarios de todo el mundo. Y como un ejército que sale a la batalla sin armamento, la falta de desarrollo tecnológico hizo que sólo unos pocos pudieran afrontar y beneficiarse de aquella política neoliberal. Esto profundizó la desigualdad en el sector, la cual terminaría estrechando las puertas del mercado de alimentos a los pequeños productores de todo el país.

Sin embargo, el nopal de Milpa Alta fue un caso excepcional, ya que en esa década su producción tuvo uno de sus mayores auges, llegando incluso a emplear agricultores de otros estados que emigraban buscando alternativas económicas en la vida urbana. Desde entonces hasta la fecha, un discurso que se ha masificado es el del campo mexicano en permanente agonía, pero lleva tantas décadas “agonizando”, que cabe comenzar a reconocer cuál es la fuerza que lo sostiene.

A partir de un recorrido que empezó hace tres años por el campo de Tláhuac, Xochimilco, Milpa Alta y un huerto agroecológico en Coyoacán, conversando y acompañándolos en el tequio; es posible distinguir algunas coincidencias fundamentales:

En primer lugar, varios de ellos han tenido que emplearse en la ciudad para compensar la descapitalización de su actividad productiva y así poder darle continuidad, algunos ya cuentan con una pensión y/o son beneficiarios de un programa de subvención estatal.

En segundo lugar, aunque la dificultad económica es un problema que reconocen como crítico, continúan sembrando porque es un componente indispensable en su estilo de vida personal y colectivo al que no están dispuestos a renunciar, ya que es la base de su alimentación: “siembro maíz para seguir comiendo la tortilla que a mí me gusta”, “es importante cuidar el bosque para seguir recolectando hongos de los buenos en temporada de lluvias” dicen en Milpa Alta. Además, contribuye a su salud mental: “en el huerto recuerdo cómo era en mi pueblo allá en Veracruz”, dicen en Coyoacán.

En tercer lugar, tienen un fuerte sentido de soberanía, autosuficiencia e interdependencia con el ecosistema. A estas tres cualidades se les puede llamar “resistencia”, ya que acompañan la defensa de los recursos que son indispensables para la agricultura y para la vida frente a los despojos que han tenido que enfrentar desde hace décadas. Por ejemplo, en las chinampas de Tláhuac y Xochimilco, el desagüe de aguas residuales ha contaminado progresivamente la zona de producción agrícola y de importancia internacional para la conservación; además, la construcción de la Línea 12 del Metro ha intensificado la presión urbana sobre estas áreas que los chinamperos organizados resguardan diariamente. En Milpa Alta y Tlalpan, la tala clandestina y los asentamientos irregulares han sido contenidos por habitantes locales organizados que denuncian y vigilan estas acciones para proteger los bosques en el suelo de conservación; actualmente su mayor preocupación es la falta de información clara y procesos de consulta adecuados respecto al Proyecto de Programa General de Ordenamiento Territorial 2020-2035, el cual reduce el área rural considerablemente e incluye categorías de uso de suelo que no han sido debidamente comunicadas a los habitantes de estas zonas. Por su parte, en Coyoacán el huerto urbano surge como una alternativa local para reivindicar el derecho al espacio público y a la organización colectiva a partir de la recuperación de un basurero que representaba un punto de inseguridad en la zona de Metro Universidad.

Así, el campo chilango, viviendo al margen del vertiginoso caudal de la gran Ciudad de México, ha navegado a través de una interminable serie de treguas y astucias a las que estudiosos de la sostenibilidad llamarían adaptación y resiliencia. La memoria, la costumbre y la tradición contenidas en el sabor de un nopal recién cortado y asado en el fogón, envuelto en tortillas azules y rojas hechas por las tlacualeras esa mañana; los tonos briagos de la tarde detrás de las melgas de espinacas cruzando a bordo de una camioneta vieja para llegar a Mixquic; la melancólica neblina que marca el inicio de un frío día de trabajo en compañía de viejísimos ahuehuetes que flanquean como guardianes los canales chinamperos; sentarse y ver a la gente bajar por las escaleras de Metro Universidad como si fuera un lienzo irreal porque todo alrededor es verdor, humedad y silencio; todas ellas se convierten en esperanza y convicción de que a pesar del esfuerzo que supone la resistencia, vivir el campo chilango será suficiente para encender la voluntad de nuevas generaciones que reemplacen poco a poco la agonía discursiva por un estilo de vida que honre nuevamente la base de nuestra vida urbana: los bosques, las ciénegas, las áreas verdes; y que honre a quienes trabajan cada día para que ésta siga en pie. •