Opinión
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La Iglesia en Nicaragua es perseguida
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a relación Iglesia-Estado en Nicaragua toca una crisis profunda que se ha venido configurando en el último lustro. Desde hace casi dos semanas, el obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, y cinco sacerdotes permanecen cercados por la policía en el Palacio Episcopal, en una especie de arresto domiciliario.

En este tenor de asecho a la Iglesia católica, el gobierno de Daniel Ortega decretó el cierre de siete radioemisoras católicas. También prohibió la procesión tradicional de la Virgen de Fátima en la arquidiócesis de Managua. Asimismo, sorprendió la expulsión del territorio nacional de las religiosas Misioneras de la Caridad, fundadas por la Madre Teresa de Calcuta.

Las tensiones entre la Iglesia y el gobierno de Ortega no son nuevas. El conflicto se ha agudizado desde 2018, cuando el gobierno reprimió brutalmente una manifestación popular que cuestionaba el recorte a las jubilaciones.

Desde abril de 2019, el obispo Silvio José Báez vive en el exilio en Florida. Ha sido una de las voces más críticas y disonantes contra del régimen de Ortega y de su esposa, Rosario Murillo, que gobiernan Nicaragua desde hace más de 15 años. En marzo pasado, el gobierno presiona la salida del nuncio apostólico Waldemar Stanislaw Sommertag, quien también se había convertido en un actor incómodo. Por cierto, este nuncio en febrero de 2019 notificó que el papa Francisco había derogado la suspensión de los deberes sacerdotales impuesta por Juan Pablo II al poeta sacerdote Ernesto Cardenal, en 1984, por negarse a dejar un cargo político en los primeros gobiernos sandinistas.

Sería una simplificación situar las tensiones sólo entre el episcopado y el gobierno nicaragüense. El encono hacia la Iglesia debe explicarse por la crisis de gobernabilidad y la pérdida de legitimidad del gobierno de Ortega. Las tensiones con la Iglesia son parte de la lucha por el poder. Ortega recurre a medidas autoritarias no sólo frente a la Iglesia, sino contra diversos sectores: medios de comunicación, sindicatos, empresarios, organizaciones de la sociedad civil. Ortega y Rosario se alejan de las reglas democráticas para dirimir la conducción del país.

Se acusa a la Iglesia de ser un actor desestabilizador. Que promueve el odio y el encono hacia el gobierno. Ser un agente poderoso de desequilibrio social que alienta tanto un levantamiento social como un eventual golpe de Estado.

Muchos observadores reprochan a Ortega que cada vez se parece más a la familia Somoza, a la que combatió. Le recriminan negocios con conflicto de interés, convenios económicos ventajosos y corrupción en beneficio de sus familiares, leales y socios prestanombres.

Paradójicamente Ortega ahora combate y hostiliza a la Iglesia que fue su aliada. Nos referimos al apoyo, en los años 70, al Frente Sandinista de Liberación Nacional. Se ha enemistado con los viejos aliados y camaradas de ideales. Compañeros religiosos que formaron los primeros gobiernos, a pesar del veto de Roma. ¿Dónde está el jesuita Fernando Cardenal, formador de jóvenes y sólidos cuadros del frente? ¿Dónde queda la arriesgada apuesta del poeta Ernesto Cardenal, quien fue regañado públicamente por Juan Pablo II en el aeropuerto, el 4 de marzo de 1983 y posteriormente suspendido? ¿Dónde está el padre Miguel d’Escoto, misionero Maryknoll, quien apoyó la imagen internacional de la revolución sandinista? Simbólicamente Ortega ha fracturado ese pasado heroico de alianza con una Iglesia que aportó jóvenes entusiastas y cuadros con autoridad moral que soñaban construir un país solidario. En su momento, una Iglesia progresista que se la jugó por derrumbe de la dictadura somocista para instaurar un gobierno popular de izquierda.

En la Nicaragua actual la Iglesia católica aún tiene peso social. El gobierno pretende hacer de la institución eclesiástica parte del poder, subsidiaria de la política y gobernabilidad del Estado. Cuando la Iglesia asume otro horizonte y se solidariza con las demandas de la población, se convierte en factor amenazante y, por tanto, enemiga a combatir.

La Iglesia católica en Nicaragua, se ha convertido en refugio, en espacio de libertad, de organización y resistencia. Recuerda, el rol sustitutivo y de agregación social que la Iglesia católica jugó bajo las dictaduras de Chile, Argentina, Brasil y Uruguay en los años 70. Aquí actuó en la defensa de la población y de los derechos humanos frente a estados militares y represivos que operaban la desarticulación de movimientos sociales para defender un sistema autoritario. La Iglesia en Nicaragua es perseguida porque ha perdido el fuero simbólico y sus obispos dejan de ser intocables. Sus integrantes, más allá de los obispos, sufren acoso. Cárcel, señalamientos seudojudiciales, tortura y amenazas son dirigidas hacia laicos, religiosos, sacerdotes y diversas comunidades.

Muchos nos preguntamos: ¿dónde está el Papa? ¿Por qué ha guardado silencio? Francisco y el Vaticano han sido en extremo prudentes con un mutismo que preocupa. Los católicos nicaragüenses esperan un posicionamiento firme y crítico. Algunos especulan señalando que la Santa Sede se guarda para mediar. Otros, que Francisco espera mayor cohesión de los obispos que hasta ahora están desunidos y ante la nueva estructura de la curia contenida en la constitución Praedicate evangelium, Roma interviene cuando la mayor parte de los obispos lo demandan. Quizá espera que se agudice el tratamiento de las bienaventuranzas que en una parte dice: Bienaventurados serán cuando los injurien, los persigan y digan con mentiras toda clase de mal contra ustedes por mi causa.