omo se ha dicho de Jack El Destripador, Mariano José de Larra, o Fígaro, o El Pobrecito Hablador, se hubiera sentido a sus anchas en nuestro siglo. Murió a los 28, demasiado joven para saberlo, cerca de 200 años atrás, pero su mirada cae en nuestro tiempo y lugar como anillo al dedo. Entendería estos días mejor que nosotros. Supo maravillarse ante la inclinación continua de la gente a opinar, y con los ladrillos de la ironía y una fingida humildad los puso a todos en su sitio. Si hacia 1830 se tiraba a la calle con bobalicona voracidad, imaginémosle el deleite de navegar nuestras calles y redes sociales. Él que tanto se maravillaba
de esa cosa llamada sociedad
.
Su crónica iniciática, un auténtico programa, ¿Quién es el público y dónde se le encuentra?, diagnostica visionariamente nuestras fiebres de usuarios en Twitter y Facebook, aunque quizás Tik Tok e Instagram lo rebasarían en su fugacidad. A ese respetable señor
llamado El Público, desde entonces Larra lo encontraba por todos lados.
Sus observaciones, de tan modernas, son imperecederas: Reparo con singular extrañeza que el público tiene gustos infundados
. Para colmo no sólo no se cansa de opinar, sino que se mata por defender su opinión, que en rigor no lo es
, pues también entonces lo que la gente pensaba venía de otra parte. De los prejuicios, las costumbres, los medios de comunicación, los chismes, las leyendas, las doctrinas de alguien más.
Como siguen confirmando las reacciones
(posteos, comentarios, memes, gifs, aforismos apócrifos y confesiones no pedidas que abruman las redes), el ilustrado público gusta de hablar de lo que no entiende
. Si en tiempos más pausados que los nuestros, cuando una carta tomaba días o semanas en llegar a su destinatario y un enviado a lugares remotos lograba transmitir sus noticias luego de varios meses, Larra ya se desasosegaba ante la opinión pública
de gente que, significativamente, gusta de comer mal; de beber peor
. Bajo el efecto de ciertas sustancias (que en su medio casi se reducían a las de Baco), los densos vapores
se subían a la cabeza del público, que no se entiende a sí mismo
y lo convertían en fuente todavía menos fiable.
El Pobrecito Hablador se interrogaba sobre quién demonios es el público: ¿El que en épocas tumultuosas quema, asesina y arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula?
Decepcionado, comprendió que el público es el pretexto, el tapador de fines particulares
. Encontró monstruosa
su fisonomía. Casi siempre es injusto y parcial como la mayoría de hombres que le componen
. Ese monstruo prefiere sin razón
. Su comportamiento es desconcertante: Por lo regular siente en masa y reunido de manera distinta que cada uno de sus individuos en particular
.
En la actualidad, aun a solas (en particular
) sentimos en masa, y así respondemos. Aunque no la previó a detalle, intuyó la moderna soledad acompañada. No fue un escritor de anticipación como para imaginar la excitación tumultuosa, en cadena, viral, de individuos recluidos dentro de una recámara o en su propia cabeza, con poderes que le permiten incinerar reputaciones, condenar, justificar lo injustificable, cancelar, hostigar, o simplemente afirmar tonterías con autoridad doctoral, considerándose juez definitivo. Aún así Larra nos previene: Con gran sinrazón queremos confundirle con la posteridad, que casi siempre revoca sus fallos interesados
.
El público, esa mayoría, acusa una firme inclinación a equivocarse, y no hay escuela ni reglamento que se lo puedan impedir. Los instintos del público ignoran además las virtudes de la saciedad. No tiene llenadera. De naturaleza indiscreta, exhibicionista y novelera, dictamina sin chistar. Nos consideramos bien informados, conocedores de todo gracias a los espejismos y a las incesantes cuentas de colores que emiten nuestros dispositivos y pantallas a escala estratosférica aunque cuantificable, predecible, a merced de los algoritmos del diablo. Sin percatarnos, eso nos permite disparar sin misericordia contra quien sea desde el inapelable terreno de lo irracional.
El anonimato es otro de los grandes recursos de la opinión pública
. Así, cualquiera es valiente. Sin consecuencias legales, sólo cree en lo que opina, lo da por hecho. El conocimiento no es requisito.
Una tesis subyacente en la cinta Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017) asume con facilidad perturbadora que si todo lo que tenemos registrado y archivado hasta ahora se borrara en un apagón (que la cinta fecha retrospectivamente en 2022), nada estaría perdido en realidad.
Con malicioso candor, Larra anticipó que el público no sabe nada, y que un siglo en blanco es de lo más normal.