a situación de los 10 obreros atrapados desde el miércoles de la semana pasada en la mina El Pinabete, ubicada en Sabinas, Coahuila, así como los intensos esfuerzos de rescate que realizan los compañeros de los afectados, junto con más de una decena de entidades de los gobiernos federal y estatal, ha mantenido a la opinión pública en un angustioso compás de espera.
Es claro que los trabajos de bombeo, exploración y perforación que se llevan a cabo en el yacimiento siniestrado se realizan en una carrera contra reloj y que cada hora que pasa sin localizar a los trabajadores resta probabilidades de recuperarlos con vida.
El señalamiento del presidente Andrés Manuel López Obrador respecto de que no se escatiman esfuerzos para desaguar los socavones inundados a fin de que personal de rescate pueda entrar a buscar a los mineros faltantes, se ve respaldado por las más de 500 personas involucradas en la tarea, por los equipos empleados –desde bombas sumergibles de gran capacidad hasta un robot submarino controlado de manera remota–, así co-mo por las instituciones que trabajan en el sitio, principalmente las secretarías de la Defensa Nacional, de Economía y de Trabajo y Previsión Social, así como la Guardia Nacional, la Coordinación Nacional de Protección Civil, la Comisión Nacional del Agua, el Instituto Mexicano del Seguro Social y la Comisión Federal de Electricidad.
Más allá de que rescatar a los trabajadores mineros sea la absoluta prioridad del momento, no debe perderse de vista que, de acuerdo con la información disponible hasta ahora, el accidente habría podido ser evitado si en la explotación carbonífera se hubieran observado reglas de seguridad más estrictas.
Es necesario reconocer que las empresas mineras privadas presentes en el país siguen privilegiando la multiplicación de sus ganancias e incumpliendo las responsabilidades ambientales y laborales que deben anteponerse a cualquier afán de lucro.
Lo más exasperante es que persiste la irresponsabilidad de los consorcios mineros, a pesar de la tragedia de Pasta de Conchos, ocurrida en febrero de 2006, no lejos del actual desastre, que dejó 65 mineros muertos, y de la grave catástrofe ambiental provocada en los ríos Bacanuchi y Sonora hace ocho años.
No debiera olvidarse que ambos desastres ecológicos fueron provocados por Grupo México, propiedad del magnate Germán Larrea, quien multiplicó por 30 su fortuna en el contexto de la corrupción de los gobiernos privatizadores neoliberales.
Se trata del mismo conglomerado empresarial que desde 2009 ha venido negándose a satisfacer demandas laborales básicas en la icónica Cananea.
En México como en otras latitudes, la minería sigue siendo un punto de cruce entre condiciones miserables y peligrosas de trabajo y fortunas inconmensurables, entre colosales promontorios financieros y escenarios de pavorosa devastación ambiental y humana.
Es impostergable inducir desde el gobierno federal y desde el Poder Legislativo términos laborales mínimamente dignos y seguros para los mineros, mecanismos preventivos eficaces para evitar afectaciones mayúsculas al entorno natural y freno a la desbocada ambición de los potentados y de los capitales mineros.
Y en lo inmediato, cabe esperar que los trabajadores atrapados en el socavón de El Pinabete puedan ser devueltos sanos y salvos a sus familias.