Opinión
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Mar de historias

Otro adiós

C

osa extraordinaria, el lunes me llamó Dulce, la media hermana de mi padre, para invitarme a cenar a su casa el sábado. Le pregunté quiénes más asistirían. Nadie. Sólo estaremos los de la familia. Extrañada por la solemnidad de su tono, le pregunté si tenía algún problema de salud y me respondió que no, sólo deseos de informarnos acerca de una medida que iba a tomar, pero antes quería oír nuestro punto de vista.

A esas alturas de la conversación la curiosidad me estaba matando y le pedí que me adelantara algo del asunto que iba a tratarnos. No puedo. Es algo que tengo que decirles en persona y cuando estén todos juntos. ¿Cuento contigo? Le dije que sí, desde luego, y por ver si lograba quebrantar su hermetismo le hice una broma tonta: Oye, ¿no irás a salirnos con que vas a casarte otra vez? Colgó sin responderme. Mis dudas y mis sospechas crecieron.

Desde el lunes hasta ayer me pasé horas tratando de adivinar qué era tan importante como para que –cosa rara– a Dulce le urgiera reunirnos en su casa y escuchar nuestra opinión acerca de algo que estaba a punto de hacer. ¿Cambiar de nacionalidad? ¿Unirse a una secta? ¿Volverse vegana? ¿Someterse a una cirugía plástica? En caso de que Dulce fuera a plantearnos alguno de estos asuntos, ¿por qué necesitaba de nuestra opinión? Ante ese otro misterio, sentí que ni de lejos me acercaba al que sería tema de nuestra reunión.

II

Llevaba tiempo de no ver a Dulce. Me alegró encontrarla repuesta del contagio que había sufrido y que al fin se hubiera dejado las canas, porque la favorecen. Por la solemnidad de la situación, mi hermana Marcia llegó vestida como si fuera a ser testigo en un juicio oral y no a una cena familiar. En cuanto a Joel, siempre apresurado, no disimulaba su ansia de que entráramos en materia y a cada momento veía su reloj.

Dulce nos agradeció que hubiéramos acudido a su llamado y nos miró a uno por uno, creo que disfrutando de nuestra expectación. Luego la vimos respirar hondo, como quien necesita de más fuerzas para emprender una tarea difícil y comenzó a hablar:

–Hay temas que nunca abordamos porque nos resultan dolorosos, y a lo mejor hasta porque nos faltan las palabras adecuadas para hacerlo.

Marcia le preguntó a qué se refería, a lo que Dulce respondió:

–Tal vez sepan que acabo de cumplir 78 años. Por mucho que viva, en fin… El caso es que necesito dejar arreglada una situación que se relaciona con Daniel. Aunque hayamos sido medios hermanos, siempre nos quisimos muchísimo. Fue muy bueno conmigo y lo menos que puedo hacer es asegurarle su futuro… Por Dios, no me vean así, no estoy loca: sé perfectamente que mi hermano murió el 25 de noviembre de l999. Desde entonces tengo sus cenizas en mi casa.

Dije algo, una vaguedad, creo que una disculpa, sin tener claro adónde iba a llegar. Dulce, en cambio, tenía muy preciso su objetivo:

–Bueno, ya todo pasó. El caso es que al terminar la incineración, un empleado de la funeraria me entregó la urna con las cenizas de mi hermano. La recibí sin decir nada, no recuerdo que ustedes hayan dicho algo, y con esa carga tibia que me oprimía el pecho viajé hasta mi casa. Al llegar puse la urna sobre la mesa, junto al florero, y me senté a mirarla como si se tratara de un huésped silencioso ante quien no se sabe qué decir. Pasé toda la noche así, completamente desconcertada. En cuanto amaneció me puse a buscar un buen sitio para la urna, y fue el segundo entrepaño de aquel librero. Sigue allí. No permito que nadie la toque. Soy yo quien la sacude una vez por semana y limpia la rosa artificial que la acompaña. De pronto, cuando supe que me había contagiado en el rebrote de covid, me puse a considerar algo en lo que jamás había pensado: ¿quién cuidaría la urna cuando yo faltara?

Toda la situación que estábamos viviendo era completamente insólita, pero más aún la pregunta que nos hundió en un incómodo silencio, hasta que Joel abordó el tema de una manera que todavía considero brutal: le dijo a Dulce que no se preocupara por eso, cualquiera de nosotros estaría dispuesto a recibir la urna. Mi tía se defendió haciéndole ver que ninguno de nosotros jamás le había dicho que le interesaba tenerlas. Marcia quiso ser conciliadora y propuso que lleváramos las cenizas de papá a una cripta, ya fuera en la Catedral o en La Villa.

–Alguna vez lo pensé –le contestó Dulce–, pero si no lo hice fue porque mi hermano Daniel odiaba el encierro sobre todas las cosas. Hace muchísimos años nos quedamos encerrados durante horas en la covacha que había, debajo de una escalera, en una casa deshabitada a la que entramos por simple travesura. El lugar era oscuro, hacía calor y faltaba el aire. Fue terrible… Mis papás tardaron en encontrarnos.

Marcia dijo que entendía la fobia de papá, pero necesitaba saber cuál era la relación entre aquella aventura infantil y el hecho de que nos hubiera citado para pedir nuestra opinión acerca de una medida que estaba dispuesta a tomar y de la que aún no sabíamos nada.

–Decidí que voy a esparcir las cenizas de mi hermano en una playa de Ensenada: todas son tan hermosas… Quiero saber qué opinan de eso: Daniel es su padre. Ojalá que estén de acuerdo… No quiero, no puedo imaginarme qué será de esa urna, más que irá de una casa a otra hasta que al fin se pierda en una mudanza o alguien se deshaga de ella. Créanme, lo he pensado mucho. Sé que esta separación será muy dolorosa porque las cenizas de Daniel llegaron a ser una compañía para mí. Tal vez no lo comprendan y créanme que no se los reprocho.

Estábamos paralizados, sin atrevernos a decir nada y Dulce siguió hablando:

–Bueno, ahora que ya saben para qué los llamé y por qué mi urgencia de verlos, ¿qué dicen? Si necesitan pensarlo, está bien, pero creo, ya que lo hablamos, que este es un buen momento para que Daniel se vaya y disfrute de la libertad a que tienen derecho las cenizas.

III

En cuanto pasen las vacaciones, Joel, Marcia y yo acompañaremos a Dulce a Ensenada. Juntos veremos las cenizas de mi padre mezclarse con la espuma que corona las olas y alejarse. Será como otro adiós.