Política
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Debanhi, Luz Raquel y la educada indiferencia
Q

ue Debanhi haya estado viva tantos días y que Luz Raquel haya sido impunemente amenazada tanto tiempo, son casos que muestran la incapacidad o indolencia de los aparatos de seguridad en nuestro país. Por no hablar de incluso la complicidad de no pocos de ellos con fuerzas como el narcotráfico o los niveles corruptos del Estado. Si un gobierno –federal o estatal– sistemáticamente no garantiza algo tan elemental como que sus ciudadanos y especialmente las mujeres no sean violadas, desaparecidas o asesinadas, es un aparato que se carcome desde dentro e irremediablemente sin miramientos será llamado a cuentas.

Cuando, además, no es raro que ese mismo aparato considere que es mejor tarea salir a la calle a reprimir profesores, como en Tabasco, donde propinaron una tremenda golpiza a las maestras/os que reclaman el pago de sus salarios. Una represión de importancia histórica, porque viene a confirmar la tesis de que también en este sexenio subsiste y actúa el mismo Estado oscuro y represivo que sin faltar una sola década en los últimos 100 años, se ha ensañado en golpear a estudiantes y maestros.

Todo esto, golpizas, asesinatos, desapariciones y un siglo de violencia de Estado contra los actores de la educación, tiene un trasfondo importante: el aparato educativo, las universidades y la educación superior en general han sido creadas y educadas para dejar hacer, dejar pasar y cumplir así con su papel designado de procurar que toda esa violencia sea vista con indiferencia. Lo que menos quieren los gobiernos, y el actual no es la excepción, son las grandes marchas y protestas universitarias y las del magisterio. ¿Por qué sin mayor problema pueden las autoridades decir en el caso de Luz Raquel que sí se le cuidaba pues una patrulla pasaba periódicamente frente a su casa? ¿O por qué pueden las de Nuevo León proclamar como definitiva aquella primera y conveniente autopsia de Debanhi que implicaba que nada había que investigar y a nadie había que perseguir? La respuesta es simple: porque actúan en el supuesto, consciente o no, de que nadie tendrá la terquedad de sus padres para ponerlo todo en duda. Y porque saben que la universidad de Debanhi –la Autónoma de Nuevo León– también dirá muy poco. Saben, además, que las y los maestros enseñamos a niñas y niños a no poner en duda la palabra del adulto o maestro, y enseñamos que a la universidad vinimos a aprender y no a mezclarnos con temas desagradables y dolorosos.

La enseñanza de la indiferencia la llevan a cabo también las y los rectores que ante cualquier desaparición o asesinato toman del cajón una burocrática respuesta: el desplegado, los lamentos y la pasajera exigencia de investigación y castigo. Sin embargo, cuando en otra universidad una jovencita desaparece, sus compañeros y su familia la reportan de inmediato, y, sin esperar un día, desde la propia institución crean brigadas que recorren la zona donde la joven trabajaba, vivía y estudiaba. Tocan todas las puertas, muestran su foto e invitan a reportarla. Al mismo tiempo, hay conferencias de prensa donde oficial y reiteradamente se reclama a las autoridades su acción inmediata. Los directivos de la universidad acompañan a los familiares en la penosa jornada de trámites y de revisión de cadáveres, se organiza marcha de protesta con la invitación pública a otras instituciones a formar un frente amplio en defensa de las y los estudiantes. Todo esto hizo que la opinión pública comenzara a retomar el tema en redes y notas periodísticas, y, al tiempo, y en este caso al menos, la estudiante apareció viva. Así, en un caso al menos, se burló el clima de pasividad que promueve el currículo de la indiferencia y se probó la eficacia de la participación.

La llegada del proyecto universitario neoliberal trajo otra presión hacia la indiferencia. La propuesta de alza a las colegiaturas en la UNAM en 1999 se acompañaba de un cambio: las y los estudiantes ya no debían considerarse integrantes de una comunidad que participa y cuida de los suyos. Debía llamárseles usuarios, un concepto que fortalece la idea de una clientela, una masa atomizada de compradores. Afortunadamente, la palabra, junto con el alza, se fue al caño, pero no la tendencia a despojar a la escuela y la universidad de su esencia de comunidad que cuida a los suyos. Y convertirla en una entidad eficiente en la venta de cursos y servicios. Y la paradoja: en el Metro –donde todos somos usuarios– hoy existe más posibilidad de ser atendido eficazmente por la policía que por la institución escolar en el caso de la muerte o desaparición de una estudiante. En las universidades, de hecho, ni autoridades ni defensorías se sienten aludidas a fondo ante la muerte o desaparición de una estudiante. Y el Estado puede entonces tomar a la ligera cualquier caso; sabe bien que lo respalda la aprendida indiferencia.

* UAM-Xochimilco