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Poderoso caballero...
H

ace años, no recuerdo si lo escribí o lo dije en una charla, afirmé que no se llevan, chocan, el dinero y la democracia; el dinero es generador de ambiciones y desigualdades, mientras la democracia se sustenta en un principio indiscutible: cada quien tiene un voto y ese voto es del mismo valor sea quien sea el que lo emita, no hay votos de calidad, ahí somos iguales.

En la democracia se cuentan los votos, no se pesan; en ella, no hay ricos y pobres, poderosos o marginados, hombres o mujeres; el abolengo, la riqueza, los títulos académicos no cuentan. En el siglo XIX, se suprimió la regla que permitía votar solamente a los propietarios o a quienes acreditaran una renta mínima y en el siglo XX se reconoció que las mujeres podían sufragar y recibir votos a su favor en igualdad con los hombres.

El lema del cooperativismo era (antes del triunfo de la igualdad de géneros), un hombre un voto; respuesta al invento capitalista de las sociedades por acciones, que permiten que una sola persona, hombre o mujer, disponga de tantos votos como títulos de acciones haya podido acumular. En el mundo del dinero no hay democracia, hay plutocracia.

Don Francisco de Quevedo comienza una muy conocida letrilla satírica con este par de frases: Madre, yo al oro me humillo: / Él es mi amante y mi amado, y repite luego el estribillo: poderoso caballero es don dinero.

A ese caballerete se rinden honor, castidad, orgullo y hasta la dignidad. Sabemos que el dinero es una herramienta de la economía, un invento de la imaginación humana, un concepto que puede encarnarse en monedas, billetes, títulos de crédito o bien en cifras registradas en cuentas de banco. Su misión es facilitar el intercambio de bienes y servicios. Pero en la práctica, va mucho más allá de esa finalidad, se erige en un dios, diosecillo sin duda, pero que deslumbra y enajena.

Es muy conocido el relato bíblico del becerro de oro, objeto de culto por el cual los israelitas abandonaron la veneración que debían al verdadero Dios; cuando Moisés descendió del Monte Sinaí, a donde había ido a recibir las tablas de la ley, encontró a su impaciente grey, nada menos que el pueblo elegido, postrada ante el oro, símbolo de la riqueza, del lujo y del poder.

El poderoso caballero todo lo pisotea y lo rebaja; en política, pervierte el sistema democrático y los procesos electorales; su poder trastoca los valores del sistema, que por cierto es el único compatible con el bien común y con la dignidad humana. En las elecciones, el dinero sirve para comprar votos, para pagar campañas de publicidad, para corromper funcionarios; convierte así al ejercicio electoral en una puja de remate o en una competencia de mercadotecnia.

Para que haya democracia se requiere libertad del votante e información; no sólo basta que el voto sea libre, debe ser informado; esto es, quien emite su sufragio, que lo haga sin presiones, libremente y bien enterado acerca de candidatos y programas. La propaganda legítima de los partidos y de los candidatos no puede ser confundida con la publicidad; la primera busca dar a quien ejerce el sufragio elementos para que su inteligencia y su libertad opten, se tome a partir de razones por las que su opción sea la mejor.

La publicidad se dirige a los ojos y a los oídos del votante, tiende a aturdir a los que van a cruzar la boleta electoral con el propósito de que lo hagan a favor de colores o emblemas promovidos por especialistas, haciendo a un lado el razonamiento inteligente al momento de la opción.

Es malo inducir el voto con engaños publicitarios, con repetición machacona de estribillos, o imágenes, usando colores y lemas que se reproducen por millones; este tipo de publicidad atenta contra la voluntad y la lucidez; pero es peor obtener el voto por coacción, por amenaza de un daño más o menos grave al votante o a su patrimonio; más perverso aún es obligar a alguien con amenazas de despido u otro daño; las propuestas legítimas son dirigidas a la inteligencia no a los sentidos.

Por ello, creo que nuestro Poder Legislativo debe aprovechar la oportunidad del cambio de la legislación electoral que se ha propuesto a fin de regular en forma equitativa las campañas. No sería la primera vez que se intentan establecer espacios comunes para candidatos y partidos en la vía pública y tiempos equitativos en los medios de comunicación.

La propuesta que aquí se presenta consiste en que ningún partido tenga más espacios, más volantes o más tiempo en radio y televisión que los demás, que la igualdad y la equidad sean la regla inquebrantable.

De esta manera, los tiempos, los carteles, los desplegados, el número de volantes, serán iguales y pagados, no con dinero que se asigne a cada agrupación política, si no con recursos manejados con equidad desde la institución encargada del proceso electoral. El poderoso caballero, será así derrotado por valores más altos y por el trabajo directo de los militantes de los partidos contendientes.