Política
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Símbolo del viejo régimen
Los gestos de la historia
A

l ser dueños de nuestro pasado, éste puede jugar diversas tonalidades de sombras, las cuales se representan en el presente, en el que las muecas, los ademanes, las señas o guiños conforman esa gesticulación invariable que agrada o entusiasma, o que por lo contrario fastidia o hasta incomoda, cuando las versiones de los calendarios de la memoria comienzan a desfilar. Algo parecido se suscitó el miércoles 22 de junio de este año, cuando una cantidad considerable de invitados, sobrevivientes varios de ellos de la llamada guerra de baja intensidad, acudimos a la apertura del Campo Militar Número Uno.

El trayecto a bordo de un par de autobuses estuvo lleno de sensaciones contrarias, ya que la convocatoria a las ocho de la mañana se fijó en Circular de Morelia número 8, antiguo inmueble de la Dirección Federal de Seguridad, en cuyos sótanos se escenificó en un millar de ocasiones el preámbulo para ingresar al tobogán de las tinieblas. De ahí en varios momentos el destino final podría ser precisamente aquel espacio que ese miércoles se nos ofrecía con la intención de ir esclareciendo esas huellas indelebles que la represión de otras décadas ensombreció los anales de la historia de México.

El recorrido mantuvo en varios de los pasajeros el sigilo de los sentimientos contenidos, al tiempo en el que yo imaginaba saberme en la ruta con todos aquellos que han sido los sujetos históricos que me han acompañado por más de tres décadas. Por momentos aquel evento pudo haber simulado que podría ser una fiesta, un festejo; entrar a las instalaciones donde se fundó gran parte de la opereta del horror parecía inimaginable en otros tiempos; los nervios se anudaban y se liberaban.

Saludos, sonrisas, miradas extraviadas, el anuncio de tomar asiento para dar inicio llevó a la disciplina, a la clásica exhibición de aplaudir cuando se requiere, de asentir con la cabeza en las acotaciones discursivas. Alejandro Encinas fue el primero en dejar el mensaje sobre la no vuelta a cerrar la puerta de aquel espacio; mi hermana Micaela Cabañas hizo un repaso de los motivos forzados de la lucha de su padre, para luego referirnos a su primera infancia entre amenazas constantes.

Por su parte, mi hermana Alicia de los Ríos fue precisa y concisa sobre la trascendencia de que estuviéramos ahí reunidos, y los motivos, las razones y efectos que deben derivarse de aquel evento, incluyendo la petición en el sentido de que es hora de que los militares involucrados en aquellos acontecimientos negros den su testimonio. El anfitrión del espacio, el general Luis Cresencio Sandoval, logró modificar los rostros; sus palabras y mensaje inesperado convocaron a convulsiones, hervidero de terminales nerviosas, ebullición de pasiones, las cuales lograron obtener el muro de contención al tiempo en que tomó la palabra el presidente Andrés Manuel López Obrador.

Un interminable legado de cuestionamientos quedaron rondando: ¿cómo catalogar a una víctima?, ¿quién actuó en la ilegalidad?, ¿quién utilizó su capacidad destructora para alcanzar el aniquilamiento?, ¿quién torturó?, ¿quién desapareció?, ¿quién sembró el terror en comunidades rurales?, ¿quién arrojó cuerpos desde las alturas?, ¿quién tendría que haber apostado a dar sentido legítimo a la institución castrense?, ¿quién obedece a ciegas para violar los derechos humanos?

Es evidente que cada actor de una contienda cuenta con sus razones, opciones, determinaciones; cada quien trae su pasado a cuestas, lo palpa, vislumbra heridas, huellas, tatuajes, pero las rutas de una reconciliación pasan primero por desentrañar el nivel de riesgo, de responsabilidad, de sensatez ante la colocación de aquellos vestigios de la infamia, en los que muchos agentes de las fuerzas militares llenaron planas de terror en la conclusión de sus bitácoras.

Somos varios quienes coincidimos en la certeza de que este tiempo es irrepetible; existe la disposición para desentrañar esos misterios de la represión que palpitaron ahogando voluntades de líderes sociales, de insurgentes arrojados, de campesinos inocentes, de familiares expectantes, de demócratas y liberales, pero sin duda las palabras de esclarecimiento, verdad, justicia y reparación deben alcanzar la consolidación de una realidad sustantiva, y no sólo en el arrojo del pasado, por mucho que éste nos pertenezca.

Extraje la declaración explícita del ex presidente Luis Echeverría en una entrevista que se le realizó en septiembre de 1997, en la cual se ufanó de haber enviado al Ejército a romperle la madre a Lucio Cabañas. Evidentemente la declaración confirma la lógica de que es el jefe supremo de las fuerzas armadas el que señala rumbos, orquesta escenarios, provoca movimientos, por lo que existe una responsabilidad en la lógica del jefe civil, pero el cuestionamiento se antoja inmediato: ¿qué tanto la obediencia ciega del militar le lleva a saltar la legalidad? ¿Dónde respalda la orden que se pueden violar los derechos humanos? ¿Para qué sembrar cicatrices obscenas en la sociedad? ¿Es viable construir el andamiaje del horror? ¿Hay que ufanarse, como Echeverría, de romper la madre a costa de lo que sea?

Los gestos incómodos de la historia marcan las huellas faciales del presente. Es obvio que todos los involucrados deben aprender a masticar sus responsabilidades, pero no hay un espacio similar para todos. Existen desventajas, termómetro de afrentas, cuadrantes de infamia aplicada; la guerra de baja intensidad permitió el secuestro de la memoria, cerró puertas a lodo y piedra. No permitamos que estas prácticas en este presente sigan palpitando.

Impunidad ha sido una receta que no concilia, que no permite que la memoria y el pasado sobrevivan, más allá de cada gesto.