ablar de crisis se ha vuelto redundante. Más que un acontecimiento traumático y portador de cambios significativos, se ha vuelto algo así como un estado de ánimo cansino, apático. Parece que entre nosotros la crisis ha perdido todo significado y, lo más grave, todo impulso para apurar algún cambio.
El Presidente y su gobierno, con cierta cautela, entonan notas victoriosas: la podemos pasar con crisis por un buen tiempo, ése ha sido uno de los mensajes recurrentes del mandatario y su secretario de Hacienda, quien parece decidido a seguirlo inventando aquello de la diversificación productiva como un colchón de indudable eficacia para encarar las crisis.
De cómo le hemos hecho para salir más o menos ilesos de cada episodio tormentoso y adverso en la economía poco nos hemos dicho. Da la impresión de que nuestras capacidades de resistencia estuvieran moldeadas
para soportar lo que venga, de aquí proviene la intrigante confianza que acompaña en la materia al discurso presidencial.
Queda fuera del radar quién hará el recuento de los daños, que no son pocos; también, cómo se hará, a pesar de que en la Constitución y sus leyes respectivas se mencionen responsables precisos. Llegará el día, podemos decirnos los inconformes, aunque la confianza se adelgace con las semanas.
Sin auténticos mecanismos de mediación, por eficaces, entre el Estado y la sociedad no sólo resulta imposible pensar en ese ajuste de cuentas que tanta falta nos hace, lo peor es que la comunicación entre cúpulas y bases se sigue deteriorando al carecer de soportes eficaces que le den sentido político a la comunicación y sus mediadores.
Hablar de una crisis de representación es tentador, pero no es fácil hacerlo si sólo se consideran los resultados de la elección del 5 de junio. Sin que nadie pueda hablar de que se acudió a las urnas en medio de una feroz polémica sobre la inflación y la cercanía del temido estancamiento, lo cierto es que Morena y su gobierno obtuvieron los votos mínimos necesarios para seguir confiados en su camino. Y no se diga el Presidente. Sin embargo, se mueve con particular incidencia esto que, a falta de una palabra mejor, todavía llamamos crisis.
No hay formulación efectiva de planes ni de programas de rescate y reconstrucción de la economía que, obligadamente, deben incluir grandes tramos de reforma estatal. Tampoco parece haber conmovido a los ponentes, que son los responsables del gobierno, el agravamiento de nuestra cuestión social en estos dos años desastrosos, como si los programas monetarios del gobierno fueran corrigiendo, por sí mismos, los desajustes estructurales.
Este cofre de autismos y omisiones, dolencias y tragedias reclama acciones inmediatas a la vez que esfuerzos de planeación a mediano y largo plazos. Punto en el que es necesario insistir, como también en la necesidad de que los congresos se asuman como lo que son, auténticas cámaras de deliberación política económica, con mandatos claros y panoramas abiertos a la exploración de espacios que, como el de la integración con el Norte, nos pone frente a enormes retos de ingeniería civil, mecánica, electrónica y desde luego de organización empresarial, de investigación de operaciones.
Ningún milagro ni iluminado cercano proveerá las destrezas de política económica necesarias para rencauzar nuestro desarrollo. Ninguna magia del mercado o algún ingenio empresarial sajón.
Tiene que ser resultado del esfuerzo organizado de muchos, inscrito en las ganas compartidas de formular de nuevo un proyecto de transformación y desarrollo digno de apellidarse nacional.