omo parte de los acuerdos suscritos en el último día de la Cumbre de las Américas, se presentó la Declaración de Los Ángeles sobre Migración y Protección, centrada en compartir responsabilidades en la gestión del flujo migratorio. En ella, Estados Unidos se compromete a acoger a 20 mil refugiados de América Latina en 2023 y 2024, así como a desembolsar 314 millones de dólares en ayuda para migrantes en la región. El gobierno del presidente Joe Biden también ofrece aumentar
la acogida de refugiados haitianos, pero no da cifras al respecto, y otorgará 11 mil 500 visas de trabajo temporal a ciudadanos de Haití y países de Centroamérica.
Los ofrecimientos de Washington no podrían estar más distantes de lo que se requiere para atender el fenómeno migratorio, y son perfecta muestra de dónde se encuentran las prioridades de la superpotencia: el monto de la ayuda para migrantes supone menos de uno por ciento de lo que destinará en un solo paquete de apoyo para continuar las acciones bélicas en Ucrania, y la cantidad de refugiados latinoamericanos a los que abrirá las puertas es una quinta parte de los ucranios a los que recibirá. Igualmente brutal es el contraste entre la raquítica admisión de refugiados y la marea humana que busca integrarse a la sociedad estadunidense para huir de la violencia, el hambre o la falta de oportunidades: según datos oficiales, 7 mil 500 migrantes irregulares (en su mayoría de Centroamérica, pero también de Cuba, Nicaragua Venezuela y Haití) intentan cruzar a diario la frontera con Estados Unidos; sólo en abril pasado 234 mil personas indocumentadas fueron detenidas en la franja fronteriza, y más de 1.8 millones de migrantes han sido expulsados de manera expedita desde que en marzo de 2020 el entonces presidente Donald Trump puso en vigor el Título 42, una disposición que habilita a las autoridades a deportar sin mayor trámite con el pretexto de la pandemia de covid.
Más allá de que evidencia de nueva cuenta la falta de voluntad de la administración Biden para abordar de manera realista y humana el drama migratorio, la frustrante insuficiencia de la Declaración de Los Ángeles resulta característica de los saldos de una cumbre que no puede dejar satisfecho a nadie. Desde antes de comenzar, el encuentro quedó marcado por la decisión de la Casa Blanca de excluir unilateralmente a tres países cuyos gobiernos no son de sus afectos, y por la determinación de los mandatarios de Bolivia, Honduras y México de no acudir en protesta por el veto. Con estos antecedentes, se desarrolló entre los reclamos de líderes progresistas latinoamericanos, como los presidentes de Argentina, Alberto Fernández, y Chile, Gabriel Boric, o el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, para reconstruir las relaciones continentales sobre bases democráticas y de respeto a las soberanías nacionales, y el empecinamiento de Washington en su cada día más insostenible pretensión de guiar
la manera en que sus vecinos conducen sus asuntos internos.
Tal como destacó Ebrard en su alocución de despedida, es necesario dejar atrás el paradigma intervencionista sostenido por Estados Unidos y lanzar una nueva etapa en la relación entre las Américas, una en la que la unidad responda a las realidades presentes y al sentir de la mayoría de las naciones. En este sentido, era insoslayable reiterar el rechazo a una de las políticas de Washington que generan mayor malestar en América Latina y en el mundo: la persistencia del ilegal e inhumano bloqueo contra Cuba, contra el cual han votado 29 de los 32 estados que enviaron delegaciones a California esta semana. Sólo cuando Washington se decida a escuchar el clamor de sus vecinos y a apegarse a la legalidad en sus vínculos con ellos podrá realizarse una Cumbre de las Américas con resultados y trascendencia a la altura de las circunstancias globales.