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La fatalidad de la conquista
A

lgunos no se han dado cuenta (o fingen no hacerlo) de la dimensión que tiene el debate que abrió el presidente López Obrador cuando en marzo de 2019 envió al rey de España una carta en aras de la reconciliación histórica (y para los que tampoco notaron que el sentido de la carta es la reconciliación histórica, les recomiendo este brillante análisis de Bernardo Ibarrola: https://bit.ly/3Q3BYTd).

La patética respuesta de Felipe de Borbón y Grecia a la carta del mandatario mexicano (el adjetivo es de esta espléndida comparación que hace Luis Fernando Granados entre dos reyes, un rey belga y otro no: https://bit.ly/3zonvvd) desató la lengua de la más extravagante y racista derecha española, repetida por sus corifeos mexicanos. Sinteticemos en un párrafo (que parece sarcástico, pero no lo es) la posición de quienes aplaudieron la respuesta que dio al Presidente constitucional mexicano su real majestad española: los mexicanos debemos aplaudir, festejar y ser felices porque los esforzados, generosos, humanistas españoles vinieron a liberarnos del yugo de los sanguinarios, primitivos, antropófagos aztecas y, de pilón, salvaron nuestras almas al traernos la única y verdadera religión.

Debajo de esa interpretación está la filosofía de la historia, como llamamos muchos historiadores al pensamiento especulativo sobre el devenir, el significado o las leyes de la historia. Una filosofía cuyas versiones clásicas tienen dos elementos fundamentales en común: a) la idea de que la historia sigue una ruta ya trazada, con un principio y un final predeterminados y una fuerza motriz externa o ajena a los seres humanos (por ejemplo, la Divina Providencia, en San Agustín, o La Idea o Espíritu, en Hegel); y b) una historia basada en esencias: naturaleza humana, principios inmutables o una Idea o un Dios que nos dirige.

La filosofía de la historia parecía darle sentido y orden al caótico, múltiple y diverso devenir humano. Así, una de sus escuelas nos dijo que la historia humana pasaba por tres estados (el teológico, el metafísico y el positivo); o las vulgarizaciones de otra corriente de pensamiento sentenciaban que todas la sociedades debían desarrollar cuatro modos de producción (la comunidad primitiva, el despotismo oriental, el esclavismo, el feudalismo y el capitalismo) antes de arribar al verdadero inicio de la historia. El problema, como descubrieron los mejores críticos y teóricos de la historia en el siglo XX, es que todos esos modelos tomaban como cumbre del desarrollo histórico a la sociedad liberal burguesa europea (considerando a Estados Unidos como extensión de Europa).

Por tanto, los niveles de desarrollo y civilización de los pueblos y naciones del mundo entero se medían (se miden) de acuerdo con los parámetros de los modelos de desarrollo europeos. Una nación era más civilizada conforme más se pareciera, se acercara o imitara esos modelos (y muchas veces, consciente o inconscientemente, la idea del único Dios y la verdadera religión). Y es eso lo que está en la base de la idea que sobre Mesoamérica tienen las derechas mencionadas en el segundo párrafo de este artículo, y que curiosamente comparten cierta izquierda que se declara marxista y notables pensadores indigenistas.

Detengámonos por hoy en una sola idea recurrente en libros, en declaraciones públicas de políticos e historiadores y reiterada hasta el hartazgo en pilas de páginas, blogs, foros y grupos (es decir, en el debate actual): era tan avasalladora, incontestable la superioridad eu­ropea que si matan a Cortés y vencen al ejército español, al año siguiente hubieran estado presentes ahí otras huestes al mando de quién sabe quién para conquistar Tenochtitlán; y concluye la derecha hispanista agradezcan que os conquistamos los españoles, porque si no os hubieran conquistado los ingleses y en lugar de liberaros y civilizaros, os habrían exterminado (la primera cita es de un historiador mexicano, la segunda de una página española… pero podría poner 100 por el estilo).

Así, las leyes dictadas por las visiones filosóficas de la historia condenaban a Mesoamérica a ser conquistada por los europeos para pasar de golpe y porrazo del neolítico a la modernidad, y que fue una fortuna que ocurriera de la mano del humanismo de los españoles (a los que hay que perdonar algún que otro desliz de violencia y crueldad normales en las guerras). Siguiendo la misma idea del devenir, esa derecha, esos marxistas y esos indigenistas, coinciden con el diseño ideológico de que la historia de Mesoamérica encuentra su culminación, su confluencia, en México-Tenochtitlan. Al respecto, dice Serge Gruzinski:

“El imperio azteca nada tiene de imperio salvo el nombre [que le pusieron los españoles]… en gran medida es una creación de Hernán Cortés y de la historiografía en él inspirada. En todas partes se exageraron las cosas para dar más lustre a la victoria española o hacer más conmovedora la tragedia indiana”. Y aún sí, de ninguna manera era fatal su conquista (volveré sobre este tema).

Estos debates tienen un impacto sobre nuestra conciencia, nuestra cultura y nuestra política más potente de lo que creemos: así como el régimen priísta utilizó e instrumentó en su favor la filosofía de lo mexicano y el pensamiento de Octavio Paz (https://bit.ly/3GvD6u8), también usó otros pensamientos para construir su discurso nacionalista. Hay claves centrales en la historiografía de la Revolución y en el indigenismo.