Scherer el cuestionador // Un libro de epitafios // El día que Martínez Verdugo salvó el pellejo
ace una eternidad, en compañía de unos amigos de trabajo, seleccionaba en uno de los mejores (y el más antiguo) restaurante del DF, la Hostería de Santo Domingo, el menú de mi pitanza de ese día. Mientras decidía entre un cocido de res con tuétanos o unos bistecitos al metate, llamados también pacholas, fui a lavarme las manos y al regreso descubrí en un rincón a un solitario comensal que hacía anotaciones en una pequeña libretita. “Disculpe que lo interrumpa –le dije–, pero el señor Ortiz Tejeda me pidió que le sirviera de su parte una copa, ¿qué está usted tomando? Porque como la va a pagar el licenciado Ortiz, ahora sí le vamos a servir del bueno”. ¡¿Cómo dice?! Gritó, al tiempo que se enderezaba y me veía a la cara. La suya cambió de reclamo a sorpresa y luego a gusto y reclamó: ¡Maldecido Carlos!, ¿por qué me embromas? ¡Claro que te acepto la copa, pero te la tomas conmigo! Se inició y desarrolló la plática como siempre, al menos conmigo: Julio no era un expositor, sino un cuestionador. Fiscal que, con la sola formulación de una pregunta, te imponía la carga del relato y de la prueba. Lejos estaba del rol de predicador. No buscaba audiencia, sino narradores, espías, testigos, traspuntes o apuntadores. Era un fraile que hacía de cada plática un confesionario. Siempre oidor de la audiencia
… universal. Si en la plática, que él siempre programaba, te perdías (voluntaria o intencionalmente), él te regresaba al buen camino (el que era de su interés), de manera suave o tajante. Julio Scherer, enemigo número uno de la Omertá.
Pues, para abrir la conversación, le dije: Julio, he decidido escribir un libro. Me encomendé y esperé la respuesta. Pues esperé en el equívoco: se irguió, mesó mi pelo y desde ese momento me exigió: ¡cuenta todo, todo lo que sabes de cómo el gobierno, las cúpulas empresariales, las embajadas, la Iglesia, los partidos políticos, las capillas artísticas y culturales se disputan la UNAM! Tú has vivido eso desde dentro y tienes que contarlo todo sin tapujos, con nombres y datos precisos que avalen la veracidad de tu dicho. Hablar en primera persona y como protagonista le da fuerza a tu relato, más si exhibes evidencias y testigos que, evidentemente, implican responsabilidades, compromisos y aun riesgos, pero ¿qué acción que valga la pena está exento de ellos? Aquí, aunque agradecido con sus consejos, lo interrumpí y traté de apaciguar su entusiasmo. Espera, espera, le dije, mi tema nada tiene que ver con todo eso. Quiero escribir un libro de epitafios. ¡¿DE EPITAFIOS?! ¿Pero qué carajos es eso? –me preguntó–, ¿vas a sacar tu material de la hemeroteca, de los archivos de los periódicos o las funerarias, y tú qué vas a agregar? No, claro que no. Las esquelas que voy a publicar no están escritas y los difuntos están vivos. Voy a escribir avances, tráilers, adelantos como los que se usan para anunciar los estrenos de las películas. Los interfectos de cada esquela jamás se enteran quiénes publican y hacen público su pesar por el deceso y, además, esos escritos no son de fiar. ¿Has visto una sola comunicación de este tipo que incluya los pros y contras del difunt@? Partiendo con el joven Abel de haber tenido una esquela en alguno de los diarios de la época (matutino: ¡Hágase la luz!, tabloide: ¡Pocos, pero informados! y el de más vasta circulación: ¡La voz del pueblo es la voz de Dios: nosotros somos el pueblo!). Las versiones de la violenta agresión perpetrada por el adolescente Caín N
hubieran variado según la tarifa acordada por los medios y el arcángel responsable de la comunicación directa del Señor, a través de las redes celestiales y los demás medios electrónicos, escritos y, por supuesto, espirituales. Las fake news, la prostitución y la ciencia económica (dice el ilustrísimo odontólogo Manuel Farill) están en los inicios de la creación.
De nueva cuenta y aunque tengo verdadero dolor de mi reiterado pecado (nunca acabar las columnetas que empiezo), mi propósito de la enmienda no me lo cree nadie. Ya sin renglones, no me queda sino cortar y dejar para luego la crónica de la plática con don Julio Scherer y mi proyecto de escribir mi libro número 50 de los jamás iniciados. Por lo pronto este insólito final.
Eran los vitriólicos días de Díaz Ordaz y como era, no su costumbre, sino su vicio, ficción, fijación, desvarío, el Presidente mandó a sus tropas de asalto a (obviamente) asaltar las oficinas que el Partido Comunista Mexicano tenía en un edificio de des-interés social en las calles de Morelia. Llegaron los SWATS y a culatazos hicieron trizas las puertas (no entiendo para qué, si estaban abiertas). Formaron a todos los presentes, algunos de los cuales se habían equivocado de dirección, otros buscaban una ayuda para regresar a sus pueblos, por supuesto algunos empleados y, quién lo creyera, dos que tres militantes. Nombre y ocupación exigía un sargento a todos en la línea. Margarita y Eduviges se equivocaron y dijeron, respectivamente: contadora. Yo, la tesorera. El milico les dio un guantón y las aventó a la pared derecha. Éstas son de las que deben saber la sopa. El siguiente era un hombre de edad media, enjuto, no agresivo, pero sí severo. No esperó la pregunta, se adelantó y dijo: soy el secretario: Arnoldo Martínez Ver… El milico lo interrumpió de golpe y le espetó: los secretarios, mujercitas o mujercitos, no sirven pa’ nada: lárguese al carajo y lo aventó a su izquierda. Así, por esta vez, el secretario del Comité Central del PCM salvó el pellejo de la crujía, el confinamiento y la tortura a los que no siempre fue ajeno.
Jorge Alcocer V (illanueva), que no Jorge Alcocer V (arela), me cuenta sus anécdotas nunca más de 225 (veinticinco veces). Le doy su merecido crédito ahora y le pido más memorias.
Twitter: @ortiztejeda