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Arnoldo
E

l martes 24 de mayo se llevó a cabo la inhumación y traslado a la Rotonda de las Personas Ilustres de Arnoldo Martínez Verdugo. A ella fui atentamente invitado por el secretario de Gobernación y el subsecretario Salazar, lo que agradezco. Por motivos de salud no me fue posible asistir a tan justa ceremonia que servirá no sólo para recordar tiempos idos, sino para volver sobre algunas de las cuestiones que Arnoldo (se) planteó a lo largo de su caminar por los difíciles senderos del comunismo internacional. Aparte de los grandes, crueles dilemas que enfrentaban los comunistas que no comulgaban con el predominio de Moscú, flanco en el que la presencia de Arnoldo fue notable, la centralidad de la democracia como vehículo transformador conformó su agenda principal de reflexión para la acción política.

Como comunista de convicción profunda, Arnoldo sabía y sentía que esa democracia por la que luchaba debía tener un componente constitucional de justicia social, digo yo, y un sólido piso estatal para generar una fiscalidad a la altura de los múltiples reclamos. La cuestión del Estado no le pasó desapercibida y, a diferencia de lo que decían algunos de sus camaradas, que quizá ni lo pensaban, una transformación como la que querían los comunistas y aliados era inconcebible sin un Estado fuerte, que tendría que ser reformado institucional y financieramente.

Sin meterse en las honduras de la discusión digamos que conceptual sobre la economía política, Arnoldo siempre estuvo atento a los múltiples litigios que emanaban de esos establos, rudos a la vez que cruciales, si en efecto se buscaba transitar sostenidamente hacia una sociedad transformada por la democracia y sostenida por sus compromisos constitucionales con la justicia social.

Tuve el privilegio de acompañar a Arnoldo en su campaña presidencial de 1982, cuando en los corredores de Palacio se dirimían acomodos y reacomodos para lidiar con una crisis que tenía todos los visos de una tormenta devastadora. No me atrevería a decir hoy que nuestros manifiestos y discursos fueron esclarecedores, pero sí propondría que pudimos poner la cuestión social en la agenda pública del Estado y de la sociedad. Asimismo, pudimos empujar la deliberación pública de la política económica y las alternativas que podría haber para salir pronto y lo menos dañados posible de la encrucijada a que nos había llevado la llamada crisis de la deuda externa.

Luego vino el secuestro de Arnoldo por parte de un grupo de truhanes delincuentes dizque herederos de Lucio Cabañas y sus brigadas. Con apoyo del gobierno federal fue posible pagar un ignominioso rescate y se puso a salvo a Arnoldo. No creo que este triste episodio permita a nadie decir que la teoría clásica del marxismo postulaba la revolución violenta como única o principal ruta para la transformación al socialismo. En todo caso, aquello quedó como una superchería delincuencial, mientras el estado de origen de aquellas luchas sigue su ruta de mal vivir, ahora bajo los arbitrarios designios de la violencia criminal.

Es probable que aquellas disquisiciones mayores o, si se quiere, especulativas sobre la revolución y el socialismo hayan tenido que ofrecer al tema de la construcción democrática, como solía llamarla Merino, un lugar central. Es evidente, al menos para mí, que dicha cuestión se apoderó del ánimo y la imaginación de sus principales actores hasta llevarlos a olvidar o a soslayar el otro componente de la ecuación de cambio democrático en que los mexicanos nos metimos desde 1977, cuando el gobierno del presidente José López Portillo propuso un camino formal e institucional para abrir paso al reclamo democrático.

La gran faltante de nuestro largo bregar, camino zigzagueante siempre, ha sido la atención de las causas estructurales de nuestro desfigurado rostro social. Nuestros andamios político-democráticos no consideraron en sus planos lo social como pilar de apoyo imprescindible para la construcción institucional que se levantaba.

Ahora, bajo las inclemencias de la crisis mayúscula que tenemos, que muchos han empezado a ver como existencial por su agresivo contenido antinatural y antisocial, aquellos primerizos empeños por dar congruencia social y socialista a la democracia, cuya construcción apenas arrancaba, podrían retomar actualidad. Nutrir a los más jóvenes con una energía intelectual y ética de la que a su vez surgiera una genuina reforma intelectual y moral que, diría Gramsci, fuera capaz de volver a iluminar visiones y empeños ambiciosos articulados por la idea socialista. Poniendo en diálogo a lo mejor de nuestro pensamiento democrático de izquierda para buscar, discutir y ofrecer soluciones políticas nacionales que unifiquen mentes y corazones.

No estaría mal como motivo para homenajear a un hombre honesto y comprometido con sus causas con rigor y valor, como fue Arnoldo Martínez Verdugo.