La Constitución mexicana consagra dos derechos fundamentales que constituyen un pilar en la vida democrática de un país, el derecho a un ambiente sano para el desarrollo y bienestar, y el derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad.
La Ley General de Pesca y Acuacultura Sustentables (LGPAS) señala, en su artículo 17, que el Estado mexicano reconoce que la pesca y la acuacultura son actividades que fortalecen la soberanía alimentaria y territorial de la nación; que son asuntos de seguridad nacional y prioridad para la planeación nacional del desarrollo; que se orienten a la producción de alimentos para el consumo humano de proteínas de alta calidad y bajo costo para sus habitantes.
Para posibilitar estos ideales existen instrumentos de política pesquera, como los programas de ordenamiento pesquero, los planes de manejo, y las concesiones y permisos. La manera de comprobar que éstos se cumplan, y hacer valer la ley, es mediante la inspección y vigilancia.
No es un secreto que la pesca en México, si no es un tema olvidado, sí es, cuando menos, un asunto relegado. La Carta Nacional Pesquera no se actualiza con la frecuencia que debería, el reglamento de la LGPAS tiene catorce años de retraso en su expedición, lo que hace que el régimen de permisos y concesiones sea anacrónico y poco claro. Consecuentemente, algunas especies de importancia comercial están sobreexplotadas o en peligro de extinción y la actividad pesquera opera, en buena medida, al margen de la ley.
Una figura que ha permitido que algunas de estas especies se recuperen son las Zona de Refugio, donde no se permite pescar por determinado tiempo y eso posibilita que esas especies se reproduzcan sin el relativo peligro de ser pescadas antes de alcanzar su ciclo reproductivo o en épocas de apareamiento o desove.
En el Caribe mexicano se ha establecido una red de diecisiete zonas de refugio que protegen más de diecinueve mil hectáreas y con éxito a toda prueba. Sin embargo, esta eficaz figura no ha encontrado el eco que podría por una simple razón: los pescadores artesanales titulares de concesiones y permisos saben que, si se abstienen de pescar, algún pescador ilegal lo hará y como no hay inspección, no hay sanciones. No hay orden que pueda detener a los ilegales, al punto que hoy son conocidos como pescadores tolerados, pues no son furtivos, ya que ello implicaría una actividad a escondidas y no es así, se hace abiertamente, las autoridades lo saben y lo toleran.
En alguna ocasión, al impartir un curso de vigilancia comunitaria en Quintana Roo, se hizo evidente que éste resultaría fútil, pues estaba diseñado para combatir la pesca furtiva ocasional, y en ese lugar la pesca ilegal había escalado a tal grado que constituía verdadera delincuencia organizada, dentro de las poligonales concesionadas a las cooperativas, dentro del Área Natural Protegida e incluso dentro de la Zona de Refugio. Las embarcaciones que utilizan llegan a contar hasta con dos motores de doscientos caballos de fuerza, así que, en ocasiones, ni las lanchas interceptoras de la Secretaría de Marina logran alcanzarlas, y en caso de que se acerquen los pescadores, son perseguidos, embestidos, volteados o ahuyentados; sin soslayar que además están armados con armas de fuego. De tal suerte que la veda que los pescadores cooperativizados se habían autoimpuesto, no servía de nada.
La CONAPESCA, ni por error se aparecía; la PROFEPA, que tiene competencia en el área natural protegida, tampoco; la CONANP, no cuenta con facultades para hacer inspección, ni para sancionar; y si consideramos que los pescadores ilegales están armados, pues sólo un loco se atrevería a encararlos.
Recuerdo que no podía distinguir si de los sentimientos que me embargaron predominaba la frustración o el enojo. Los pescadores legales, organizados, cooperativizados, estaban abandonados por las autoridades, ante un descarado y cínico saqueo de caracol y langosta; no se cometían infracciones administrativas, sino delitos. Solo podía imaginar cómo se sentían los pescadores que eran directamente afectados, y no estaba errado, de pronto uno de los pescadores se levantó y con lágrimas en los ojos empezó a gritar mientras agitaba los brazos: ¡Al carajo, a la chingada todo! ¡Que se acabe el caracol! ¡Si a las autoridades no les importa, al carajo todo!
Presenciar esto me generó un shock, y no me refiero al uso de lenguaje procaz, me refiero a que estaba acostumbrado a que la imagen mental que tenía de un pescador era de una persona ruda, fuerte, un hombre de mar, y ver el grado de desesperanza, frustración, coraje, tristeza, desaliento y de enojo, era tal que, con lágrimas en los ojos, se estaba dando por vencido, y ello no podía ser digerido del todo por mi entendimiento.
¿Qué nos queda como sociedad? Apenas en febrero pasado en una cadena de supermercados me encontré con Baby Lobster (langosta de talla ilegal) y Mero (de talla inferior y en veda), denuncié ante la CONAPESCA y ante la FGR. ¿La normativa anacrónica permitirá que la autoridad que no quiere actuar haga su trabajo? ¿Protegerá el Estado mexicano ese derecho a un medio ambiente sano, ese derecho a la alimentación, o es letra muerta? •